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Llora por mí, Argentina

El mito de Eva Perón

El recuerdo obsesivo de Eva Perón se ha bifurcado en dos vertientes: la religiosa y la mitológica. En vida, convocó en torno suyo una devoción comparable a la profesada a la Virgen María. Desde el 17 de octubre de 1945, cuando Perón fue aclamado por 300 mil personas en la Plaza de Mayo, y luego como primera dama, Eva reformó su historia desde el origen. Era como pasar de nuevo la película de su vida y rehacerla a voluntad. Acumuló la fortuna que sentía merecer. Nada la colmaba. En la historia del populismo, batió todos los récords. Recibía veinte delegaciones por día. Visitaba fábricas, escuelas, hospitales, sindicatos, clubes deportivos, barrios. Inauguraba lo mismo puentes, tramos de caminos y escuelas rurales que torneos de futbol. Cuando no tenía otra cosa que regalar, regalaba billetes o al menos consejos.Hay también una historia maloliente que la película de Parker-Stone que ahora se estrena en México prefirió omitir: las relaciones del matrimonio Perón-Duarte con el nazismo.

El peronismo fue un manual de antidemocracia. La oposición liberal, los grupos socialistas y comunistas, la disidencia sindical, todos fueron reprimidos. En el mejor estilo fascista, se integró una comisión para investigar las “actividades antiargentinas” (sinónimo de antiperonistas) que censuraba títulos y encarcelaba autores. En la historia, Eva pasó de ser la diosa del populismo de derecha al icono de la izquierda marxista: “Si Eva viviera, sería montonera” exclamaban los guerrilleros argentinos de los sesenta. ¿Tenían razón? Imposible saberlo, pero la historia proveería una respuesta aterradora: durante la guerra sucia de los años setenta, muchos peronistas de izquierda morirían torturados por peronistas de derecha. Hoy es preciso una mirada que vaya más allá de la visión trivial que muestra la película de Parker-Stone, donde Argentina no es más que otra república bananera y Eva una prostituta que de cama en cama asciende al poder.

Que la política es un teatro lo sabían los shogunes japoneses y los demagogos griegos, pero cuando Ronald Reagan derrotó a Jimmy Carter en el debate televisivo de 1984, el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante pensó que las convergencias entre el cine y el poder eran más serias de lo que parecen. Exiliado de su país por Fidel Castro –consumado actor, maestro del monólogo, “tan efectivo como Hitler en mover multitudes hasta hacerlas masas móviles”–. Cabrera padecía en carne propia los estragos de ese cocktail explosivo. Ahora el desempeño de Reagan, ese “Errol Flynn de las películas B”, lo comprobaba: no basta ser actor para ser político, pero ayuda mucho, sobre todo si se es un actor de segunda o, mejor aún, un actor fallido. Aquella noche Reagan habló con naturalidad, proyectando calma, seguridad y hasta benevolencia: el americano franco que en la high noon de la guerra fría salvaría lo salvable del siglo americano. “Ha sido la mejor actuación de su carrera –escribió Cabrera Infante– merecía el Oscar, pero sólo le dieron como consuelo la Presidencia de los Estados Unidos”.

Por el escenario del siglo xx ha desfilado todo un elenco de políticos-actores, algunos estimables, la mayoría despreciable. Los actores-políticos han sido menos frecuentes pero igualmente imperiosos y perturbadores. No es casual que Chung Chien, actriz fallida de películas baratas, haya aprovechado sus dones y su experiencia para representar con éxito una serie de papeles históricos: partidaria fervorosa del líder de Hunan, protagonista de la Larga Marcha, amante y finalmente –happy end prematuro– esposa omnipotente del endiosado Mao Tse Tung. Dato curioso: la obra china era contemporánea de una que se rodaba en el otro extremo del mundo. El galán era otro dictador, el general Juan Domingo Perón, que había declarado: “el argentino que pueda hacer en la tribuna lo que Gardel en la pantalla, tendrá a Argentina en un puño”. Carlos Gardel, el legendario actor y cantante de tangos, había muerto en un accidente aéreo en 1935. El escenario estaba vacío; pero no fue Perón quien tendría a Argentina en un puño, sino su pareja: otra actriz fallida de películas baratas, Eva Duarte.1

Todo empezó donde ahora termina: en Hollywood. En Junín, una pequeña ciudad de la provincia argentina, una chica lee la revista Sintonía y recorta fotografías de la actriz Norma Shearer. La ha visto en el papel de María Antonieta. Sueña en ser como ella, en ese rol, oyendo desde la prisión los tambores de la guillotina. No tiene recursos, ni estudios, ni otras prendas físicas más allá de una piel fina, translúcida, como de alabastro. Aunque practica con denuedo la declamación escolar de versos, su dicción es deplorable. Pero nada la arredra. Ella ha decretado que va a ser actriz y que el pueblo le queda chico. El año nuevo de 1935, a los quince años de edad, se muda a la capital de Buenos Aires.

Por casi una década ejerce su vocación con poca fortuna: papeles mudos en el teatro, roles intrascendentes en el cine, fotografías en revistas de espectáculos y postales publicitarias. En cada paso, el patronazgo del respectivo empresario que a veces la propicia y protege pero en general ejerce a costa suya el derecho de pernada. Una colega suya de la época la evocaba: “Era una cosita transparente, fina, delgadita, con cabellos negros y carita alargada... Era tan flaca que no se sabía si iba o si venía. Por el hambre, la miseria y un poco de negligencia, siempre tenía las manos húmedas y frías. También era fría en su trabajo de actriz: un pedazo de hielo. No era una chica de despertar pasiones, era muy sumisa y muy tímida... Comía muy poco. Creo que nunca comió en su vida”.

“En el teatro fui mala, en el cine me las supe arreglar: pero si en algo fui valiosa es en la radio”, confesaba años después. Tenía cierta razón. La moda de los radioteatros fue una fiebre sentimental en toda Latinoamérica. Tarde a tarde, desde México hasta la Patagonia, mujeres de todas las clases sociales detenían el tiempo para escuchar la enésima versión de “La Cenicienta”. La frágil Eva comenzó a destacar como heroína de estos radioteatros, donde lo único que contaba era el temple melodramático expresado en su voz: aguda, quebrada, cándida, dolorosa. Con todo, el primer semestre de 1943 fue de pesadilla: una Cenicienta desempleada y marchita. De pronto, el golpe de Estado de junio de 1943 (primero en Argentina desde 1930, y preámbulo de una larga hegemonía militar) la sacó de la postración. Con el patrocinio del coronel Aníbal Imbert obtuvo un contrato para estelarizar en Radio Belgrano una serie dedicada a dieciocho mujeres célebres, que no podían pertenecer sino a dos categorías: artistas como Sarah Bernhardt e Isadora Duncan, o, preferiblemente, emperatrices: Isabel de Inglaterra, Eugenia de Montijo, Carlota de México, Ana de Austria, Catalina la Grande de Rusia. El semanario Antena la presentaba ya como “la famosa actriz Eva Duarte”.

Su espectacular encuentro con el príncipe azul, Juan Domingo Perón (22 de enero de 1944), cambió instantáneamente su vida, y la de Argentina. “Gracias por existir” le dijo, con pleno dominio de su papel, encarnando un milagro de radionovela vuelto realidad. Una vez establecida como amante del poderoso general Perón que a la sazón ocupaba el Ministerio de Trabajo. Eva siguió manteniendo programas de radio y escalando peldaños en el cine. Su último papel en la pantalla fue el estelar en La pródiga, un típico drama español de conversión religiosa: una mujer pecadora expía su vida licenciosa ejerciendo la caridad. Los pobres la sacralizan y la llaman “la Señora”, “madre de los pobres”, “hermana de los afligidos”. A su llegada al poder, Eva destruiría las copias de La pródiga, no tanto por un impulso autocrítico como por una revelación de más fondo: la encarnación radiofónica de aquellas actrices y emperatrices, aunada a la historia de La pródiga, había perfilado en su interior el libreto de su vida futuro. Por una vez el cine no se inspiraría en la realidad; al contrario: saldría de la pantalla para apoderarse de la realidad.

La revelación reclamaba una transfiguración física. “Péiname así, Julito, como Bette Davies”, le había rogado años atrás a su peluquero, que narró la historia a Tomás Eloy Martínez, autor de la tenebrosa y fascinante novela Santa Evita.2 El peluquero, Julio Arcaraz, comenzó por peinarla como Olivia de Havilland en Lo que el viento se llevó, pero su nuevo papel –no en el cine, en la historia– requería algo más que un cambio de estilo. Fue entonces cuando discurrió abandonar su pasado de “morocha”, teñirse el pelo y parirse a sí misma como una Madonna rubia. “Era un oro teatral y simbólico –escribe la autora de Eva Perón, la biógrafa Alicia Dujovne Ortiz– que tenía la función de las aureolas y los fondos dorados en la pintura religiosa de la Edad Media: aislar a los personajes sagrados”.3

“A los pobres les gusta verme linda, no quieren que las proteja una vieja mal vestida. Ellos sueñan conmigo y yo no puedo decepcionarlos”. Para no decepcionarlos, siguió los consejos de algunas damas de sociedad, contrató los servicios de un modisto local que ideó para ella su primer tailleur Príncipe de Gales, y en Europa adoptó modelos de Dior y fragancias de Rochas. Las joyas la enloquecían o, más bien, la nutrían y tranquilizaban, pero no desdeñaba el dinero contante y sonante. Al morir poseía mil 200 plaquetas de oro y plata, 3 lingotes de platino, 756 objetos de platería y orfebrería, 144 broches de marfil, una esmeralda de 48 quilates, mil 653 brillantes, 120 pulseras y 100 relojes de oro, collares y broches de platino, otras piedras preciosas, además de acciones e inmuebles, todo valuado en decenas de millones de dólares.

Uno puede revisar la colección completa de People, Paris Match, Hola y revistas similares (con todo y las páginas de anuncios) sin encontrar un destino cinematográfico que lejanamente se le compare. No sólo encarnaba verosímilmente a la Cenicienta, sino al hada buena y milagrosa, la antigua pecadora a quien la Providencia ha hecho justicia colmándola de fama, poder y millones; no a una millonaria cualquiera, sino a una nueva “pródiga”, la “dama de la esperanza”, “primera samaritana argentina”. En unos meses tuvo a la Argentina en un puño, y cuando la Argentina le quedó chica buscó tener en un puño a Europa. En 1947, los reporteros bautizaron su viaje triunfal como la “Travesía del Arco Iris”. Rutilante a la cabeza de su cortejo real, conquistó España, tuvo un éxito menor en Italia y en otros países, pero en París, al verla entrar en Notre Dame, el monseñor Roncalli –futuro papa Juan xxiii– exclamó: “E tornata l’imperatrice Eugenia”. Cuando sintió que tenía Europa en un puño, ambicionó más: “yo lo que quiero es pasar a la historia”. Su súbita enfermedad le insinuó un sueño aún más amplio: la inmortalidad. Para alcanzarlo ordenó ella misma, con todo detalle, su embalsamamiento. Murió víctima de un cáncer en el útero, a los treinta y tres años de edad. Tras el impresionante servicio fúnebre al que acudieron medio millón de personas que le lanzaron 1,5 millones de rosas amarillas, alhelíes y crisantemos, su seráfica momia no tuvo descanso: como si estuviese animada de vida propia, hechizando a quien se hiciera cargo de ella, trazó un increíble periplo de casi veinte años por Argentina y Europa. Fue escondida, copiada, enterrada y desenterrada varias veces, mutilada, y terminó por acompañar a Perón en su exilio. Esta necrofílica errancia es el tema central de la novela de Martínez. Finalmente, tras el no menos increíble retorno triunfal de Perón a la Argentina en 1973, creció la presión para repatriar sus restos. Muerto el caudillo, su viuda Isabelita –que según se dice trató de absorber el espíritu de la difunta– la trajo a Argentina y ordenó su cristiana sepultura en el cementerio de la Recoleta, donde ahora reposa. ¿Reposa?

Si la historia de su cuerpo embalsamado perteneció al género de la novela macabra, emparentada con la serie de Drácula, la obsesión permanente de su recuerdo se bifurcaría en dos vertientes: la religiosa y la mitológica. Mucho antes de morir, Eva había convocado alrededor suyo una devoción sólo comparable, en el orbe hispánico, a la de las diversas advocaciones de la Virgen María. La idolatría llegó a extremos de histeria. Las gentes le escribían para “estar en su pensamiento”. “Es como estar en el de Dios”, decía una enferma de polio. Muchos argentinos decidieron que el mejor modo de mostrar su amor a la santa era batiendo récords: de trabajo continuo, de ayuno, de bailar tango, de ligar carambolas de billar. Tomás Eloy Martínez documenta con vivacidad estas escenas que superan el Libro de Guiness: para pedir a Dios por la salud de Eva, un talabartero peregrina a pie mil kilómetros hasta el Cristo redentor que está en los Andes. Lo acompañan su esposa y sus tres hijos, uno de ellos de pecho. Alguien inquiere sobre su propósito, y contesta:” ...si Evita muere, los abandonados van a ser miles. Gente como nosotros hay en todas partes, pero santas como Evita hay una sola”. Cuando sobrevino su muerte, por largos meses las estaciones de radio argentinas detenían sus transmisiones a las 8:25 P.M., advirtiendo a los escuchas que a esa hora había entrado “Eva a la inmortalidad”; 40 mil cartas llegaron al Vaticano pidiendo su canonización (que sería denegada); el fetichismo en torno a su persona y sus objetos llegó al extremo de tratar como “sagrados” a los billetes que pródigamente había repartido. No es fácil explicar este fervor colectivo. Borges observaba  que “nadie es católico en Argentina, pero todos deben simular serlo... el catecismo ha sido reemplazado por la historia argentina”. Tal vez por ese doble motivo Eva llenó un hueco de fe en la religiosidad argentina.

La hagiografía sobre Evita fue debilitándose con el tiempo, no así su mitología: se escribieron infinidad de artículos, reportajes, revelaciones y libros sobre ella, se hicieron documentales y películas, se le veneró como a nadie y como a nadie se le deturpó, la gran Santa, la gran Puta. Su aureola se mantuvo incandescente hasta que Broadway la retomó, abriendo el paso a la verdadera culminación del sueño primigenio de Eva, a que todo terminara donde todo empezó, en Hollywood.

“Se moriría otra vez, si se viera caricaturizada por esa mujer vulgar que es Madonna”, dice María Félix, que convivió con Evita durante los últimos años. Tal vez no se moriría tanto. Le complacería, desde luego, el proyecto mismo de su glorificación; luego, la suntuosa producción, la fotografía con sus tórridas escenas de la pampa y la ciudad, la música dulzona de Andrew Lloyd Weber, los diálogos sentimentales de Tim Price y quizá hasta el desempeño intenso, esforzado, aunque nunca carismático de Madonna. Eva sabía que Perón no era obra suya y lo veneraba públicamente, pero en la intimidad lo despreciaba un poco. Habría festejado con malicia la dependencia con respecto a ella, y hasta los destellos de cobardía en el personaje que reposadamente interpreta Jonathan Pryce. El peronismo reprimió ferozmente a los socialistas y comunistas, pero acaso no le habría disgustado del todo compartir el escenario (en un contrapunto ideológico que no equilibra sino contradice el discurso dramático de la película) con un mártir de los desamparados como el Che Guevara, interpretado con gracia por Antonio Banderas. ¿Qué habría pensado del maltrato del film hacia el pueblo argentino? Alan Parker lo presenta como una masa de maniquíes engominados que sólo saben hacer tres cosas: marchar en fila, vociferar consignas y bailar tango. Todas las escenas colectivas de la película son iguales e intercambiables: los militares, los oligarcas, los obreros, las mujeres, las enfermeras, aparecen en obedientes y simétricas hileras, como un coro de figuras de plomo.

Como representación histórica de la vida de Perón y Evita, del peronismo y de Argentina, la película es trivial o peor. En la mirada de Parker y Oliver Stone (co-guionista) Argentina no es más que otra república bananera y Eva una prostituta que de cama en cama asciende al poder. (La propia Madonna desmiente esta versión en un largo texto suyo, no carente de interés, publicado en Vanity Fair). Pero no es, por supuesto, en esta ópera fílmica –esquemática y finalmente fría– donde hay que buscar la trama veraz y compleja de su historia. Hay que buscarla en su biografía, abordada de manera distinta y complementaria en los libros de Alicia Dujovne Ortiz y Tomás Eloy Martínez. Eva, claro, no los habría leído porque ella no leía nada, ni siquiera a Plutarco ni a Carlyle, esos dos adoradores de la “teoría de los grandes hombres” que Perón le había recomendado y que ella reputaba como sus favoritos.

Ambos, Dujovne y Martínez, contestan de modo similar al misterio mayor en la vida de Evita: los resortes de su oceánica ambición. El primero fue su condición de hija no sólo ilegítima –es decir, nacida fuera del matrimonio–, sino adulterina. Juan Duarte, el padre de Evita, un administrador de haciendas de mediana fortuna, mantenía a su familia legítima en Chivicoy, y hacía años había abandonado a la madre de Eva, Juana Ibarguren, con sus cinco hijos: un hombre, Juan, y cuatro mujeres. Doña Juana, hija ilegítima ella misma, padeció estrecheces reales para criar a su prole. Vivía con sus hijos en un cuarto del mesón que regenteaba, y cosía ajeno en su máquina Singer. El esquivo Juan Duarte no acudió siquiera al bautizo de Eva, la menor “hija no del amor, sino de la costumbre”, en palabras del propio Duarte a Juana, que transcribe Martínez. “A Evita la veía tan poco –recordaba Juana– que si se la hubiera cruzado en medio del campo no la habría reconocido”. Eva conoció a su padre en el ataúd el día en que lo enterraron, en una atmósfera de brutal repudio contra su familia, bien recreada en la película. Eva guardó su rencor por largos años. Significativamente, antes de casarse con Perón, volvió a Los Toldos, lugar de su nacimiento, removió su acta original (con el apellido Ibarguren) e hizo registrar en Junín un acta nueva con el apellido Duarte que su padre le había negado. Ya en el poder, la asaltó la obsesión de buscar novios obligatorios para mujeres de la vida galante y casar parejas con hijos que vivían amancebadas. En 1951 fue madrina de boda de mil 608 personas.

Hay otras fuentes de resentimiento, omitidas o distorsionadas por completo en la película. Entre ellas está su historia sexual. Dujovne aduce que de joven fue acosada y despreciada por un rico estanciero y –a diferencia de Martínez– descarta como imaginaria o exagerada su seducción del cantante Agustín Magaldi, que aparece tan destacada en la película. Con el tiempo corrieron innumerables frases lesivas y chistes sobre su supuesta condición de prostituta, (Borges, que la detestaba, repetía uno, se quería cambiar el nombre de la ciudad de La Plata por el de “Evita Perón”. Perón dudaba, pero un diputado le da la solución pongámosle “La Pluta”). Lo cierto es que el papel de vampiresa le venía mal. “Quienes la conocieron –afirma Martínez– pensaban que era la mujer menos sexual de la tierra”. “No te calentabas con ella ni en una isla desierta”, dijo el galán de una de sus películas. Con excepción del director de su amada revista Sintonía, el chileno Emilio Kantulowitz, y del propio Perón, Dujovne prueba que los amores de Evita fueron pasajeros, desdichados y, a menudo, humillantes. Poco del Angel Azul, menos de Madonna y nada de “Goodnight and Thank You, Whoever”. En Santa Evita, Tomás Eloy Martínez reconstruye los testimonios de dos amigos que la conocieron en aquel fatídico comienzo de 1943: “debilucha, enfermiza, insulsa... tenía las tetas chicas y eso la acomplejaba... parecía una de esas gatas callejeras que sobrevivía al frío, al hambre, a la inclemencia de los seres humanos”. “Ella estuvo embarazada... Ni el padre ni ella querían tener el hijo... El problema fue que el aborto acabó en desastre. Le rompieron el fondo del útero, los ligamentos, la trompa. A media hora cayó bañada en sangre, con peritonitis... En esos meses prefería estar muerta... era capaz de pegarse un tiro..."

Martínez, gran detective, pudo verificar que Evita estuvo internada con el nombre de María Eva Ibarguren en la clínica Otamendi y Miroli de Buenos Aires, entre febrero y mayo de 1943. El trance era sólo un capítulo de un largo catálogo de desaires e injurias que Eva guardó en la memoria, en espera de la venganza. “Si Eva llegó a ser alguien –dice un informante a Martínez– es porque se propuso no perdonar”. La propia Madonna recogió de alguien esta frase: “Evita traía la dulzura de la venganza corriendo entre sus venas”.

Su vínculo con Perón la redimió. El la exaltaría a la posición de poder que le permitiría revertir su destino y vengar todas las afrentas. Pero Perón no la necesitaba menos. Por su reciente experiencia como observador militar en la Italia de Mussolini –líder al que veneraba y para quien “hubiese erigido un monumento en cada esquina”– Perón conocía la clave para tener en un puño a la Argentina: “manejar a los hombres es una técnica... un arte de precisión militar. Yo lo aprendí en Italia en 1940. Esa gente sí que sabía mandar”. Lector de Mein Kampf, había visitado Berlín durante la guerra y, siguiendo a Goebbels, reafirmó la importancia de la oratoria y la radio en la política de masas. Eva era el socio perfecto para su empresa, la oradora que hipnotizaría a “los descamisados”, cientos de miles de obreros urbanos que recientemente habían emigrado del campo a la ciudad, la vicecaudilla del movimiento “justicialista”. “A Eva yo la hice”, sostenía muchos años después, en su cómodo exilio de Madrid. En un sentido es cierto. El viejo lobo, no hay que olvidarlo, era veinticinco años mayor que ella. Deportista notable, extraño autor de textos de historia militar y toponimia mapuche, un poco filósofo cínico de la historia, manipulador carismático y astuto, más político que soldado, Perón era, en todo caso, un hombre mucho más complejo que lo que refleja la biografía de Dujovne. Se amaban? Seguramente. De alguna forma. Al menos eso transmiten las cartas cruzadas, aunque en esos casos quien escribe siempre piensa en un remitente anónimo, el de la posteridad. Una de las debilidades del libro de Dujovne está en la profusión de licencias pseudopoéticas, disquisiciones teóricas (“En la vida de las parejas siempre hay un instante...”) e interpretaciones psicoanalíticas sobre aquella dispar pareja: Eva es “un gorrión revoloteando alrededor de un toro”. Perón es “ el techo”, la “casa paterna”, el “padre recobrado”, una “mole protectora, grande y sólida”;  Eva es “la nueva Ruth” y Perón es Booz, o Pigmalión. Malo cuando la biógrafa acuesta a Perón en el diván: “Perón necesitaba a Evita para disimular su identificación con su madre. Ella fue la encargada de certificar su virilidad”. Peor cuando se mete a la cama con los dos: “Cuanto más se alejaba del cuerpo de su marido, más parecía saborear la esencia contenida en ese par de sílabas: Pe-rón”.

A partir del 17 de octubre de 1945, cuando Perón es aclamado por 300 mil personas en la Plaza de Mayo, y poco tiempo después, ya como esposa del presidente de la República, llega el momento estelar. La pareja se muda al Palacio Unzué, modesto albergue de 283 habitaciones, apenas suficientes para acomodar el guardarropa de Eva. Desde la nueva posición podía reformar su historia desde el origen. Eran como pasar de nuevo la película de su vida y rehacerla a voluntad. Empezó por legitimar su filiación. Enseguida acumuló la fortuna que sentía merecer. Nada colmaba porque su rencor social era agudísimo. Desplegar su riqueza y poder era su modo de emular y desafiar a la sociedad estratificada y rígida que la había despreciado. Según Dujovne, Eva creció descalcificada y dolorosamente consciente de su desamparo: de chica se veía en la imagen de una muñeca mutilada que le regaló su madre una Navidad. Por eso apenas sorprende que tras revertir su destino haya buscado hacer lo propio con el de todos los pobres de su país.

En la Navidad de 1947 regaló 5 millones de juguetes; año con año repartió decenas de miles de zapatos, pantalones, vestidos, ollas, productos comestibles, biberones, muñecas, pelotas, triciclos; las máquinas de coser y las dentaduras postizas eran su obsesión; los primeros seis meses de 1951, la fundación que encabezaba donó 25 mil casas y 3 millones de paquetes de medicinas, bicicletas y muebles. Llegó al grado de incendiar algunas “villas miseria” –casas de madera donde se hacinaban los pobres– y construirles casas nuevas que ellos a menudo maltrataban  y ella, personalmente, volvía a ordenar reconstruir. “¡Ustedes tienen el deber de pedir!”, exclamaba a sus extasiados beneficiarios, mientras multiplicaba no sólo los panes gratuitos sino una obra social tan alucinante como tangible y no pocas veces eficaz: ciudades de estudiantes, ciudades infantiles (especie de pre Disneylandia), institutos policlínicos, pensiones para ancianos, hospitales móviles en tren. ¿Quién pagaba la cuenta? No Eva misma, sino las reservas argentinas acumuladas en décadas, los propios obreros con sus donaciones “voluntarias” y, por supuesto, la posteridad endeudada, empobrecida, devorada por la inflación. En todo caso, esos eran detalles indignos de la atención de una hada madrina.

En la historia del populismo, Eva batió todos los récords. Recibía veinte delegaciones por día. Visitaba frenéticamente fábricas, escuelas, hospitales, sindicatos, clubes deportivos, barrios, villas. Inauguraba lo mismo puentes, tramos de caminos y escuelas rurales que torneos de futbol. Cuando no tenía otra cosa que regalar, regalaba billetes o al menos consejos. Fue, en el mejor sentido, una feminista avant la lettre: otorgó a la mujer el derecho de votar y ser votada. Dato importante: todo lo hacía o supervisaba de manera personal (las hadas, ya se sabe, delegan poco). A cada uno le preguntaba sobre su condición individual: “¿Cuántos hijos tiene? ¿duermen en camas?” “La he visto besar a los leprosos –escribe su confesor, el jesuita Benítez–, a los tuberculosos, a los cancerosos... abrazar a los pobres vestidos con harapos y llenarse de piojos”. Aunque siempre se adivina el elemento teatral en sus manifestaciones caritativas, no hay duda de que la movía la compasión genuina por el dolor humano. Una especie de misión.

Pero de ahí que el hada bienhechora ocultaba un pequeño secreto que tenía que ver con la santidad. Es el plato fuerte en la biografía de Alicia Dujovne. Fuerte y maloliente. Se trata de una película del género negro: la conexión del feliz matrimonio Perón-Duarte con los nazis, que la película de Parker-Stone, por razones oscuras, prefirió omitir. La admiración del ejército argentino por el alemán, hecho proverbial desde el siglo xix, se acentuó con la crisis de 1929 –humillante para Argentina, país exportador dependiente de Inglaterra– y terminó por afianzarse con el ascenso de Hitler. Perón formaba parte del grupo militar que en marzo de 1943 había redactado un manifiesto secreto que no dejaba duda sobre su filiación: “Hoy Alemania le está dando a la vida un sentido heroico. Es un ejemplo a seguir... La lucha de Hitler, tanto en la paz como en la guerra, deberá guiarnos en adelante”. El gobierno argentino apostó por el Eje, literalmente, hasta el último minuto. Cuando le declaró la guerra, el 27 de marzo de 1945, fue –según el cínico testimonio del propio Perón– para salvar vidas de los nazis. Tuvo éxito: según Dujovne, en 1947, 90 mil nazis vivían sin mayores molestias en Argentina.

Tras vincularse a Perón, Evita se mudó a una mansión suntuosa: atento regalo de un amigo de Perón, el millonario alemán Rudolf Ludwing Freude, agente nazi en Argentina. Este personaje, junto con tres compatriotas apellidados Dörge, Von Leute y Staudt, sería el protagonistga del nebuloso episodio. Dujovne señala que los hechos no han sido plenamente comprobados, pero los indicios que aporta, basados en decenas de fuentes e investigaciones, son abrumadores. Se trata del desembarco del tesoro de los nazis a la Argentina. La acción se desarrolla a mediados de 1945. Dos submarinos alemanes depositan en los muelles de La Plata su cargamento. Hay cuando menos dos informes precisos de su contenido, ambos coinciden: decenas de millones de dólares en ésa y otras divisas, 2 mil 511 kilogramos de oro, 4 mil 638 quilates de diamantes, un río de joyas, obras de arte y objetos robados a los judíos europeos, depositados en el Reichsbank de Berlín. Se dice que el vice-Führer Martin Bormann ha ordenado el traslado a su colaborador Otto Skorzeny, jefe de los Comandos de Hitler. Como siempre, la operación cuenta con el apoyo logístico y la cobertura del Vaticano. Se dice que el propio Bormann llegaría a administrar el tesoro. Nunca se sabe si llegó en efecto: hay versiones encontradas. Por lo pronto, presumiblemente, aquellos cuatro personajes son los depositarios. Según diversas fuentes –entre ellas el propio Skorzeny, que llegaría en 1948 a la Argentina–, los verdaderos custodios son nada menos que Perón y Eva. En todo caso, Perón ha sido una pieza clave en la operación. Su simpatía por los nazis es abierta: según versiones, ha provisto de 8 mil pasaportes argentinos y 1 mil 100 cédulas de identidad al agregado militar de la embajada alemana. A los refugiados de la Lutfwaffe los llamaba “justicialistas del aire”. En recompensa por sus servicios, los nazis le abrieron una cuenta en Suiza y le obsequiaron la mansión de El Cairo donde viviría por un tiempo, en 1960.

Hasta aquí el papel de Evita parece mudo. Pero tiempo después, durante la “Travesía del Arco Iris”, ocurren cosas extrañas. En Rapallo se entrevista con un alto personaje del Vaticano. Casi al mismo tiempo, un cargamento de trigo argentino desembarca en Génova. ¿Era sólo trigo? Eva sigue un itinerario desconcertante: Lisboa-París-Costa Azul-Suiza-Lisboa-Dakar. Pasa cinco días en Suiza. En Lisboa se entrevista largamente con el depuesto rey Umberto de Italia. Varias pistas recogidas por Dujovne, basadas en estudios monográficos sobre el tema y en el testimonio del propio Skorzeny, sugieren convincentemente que con ayuda del Vaticano y la intermediación del rey Umberto, Evita depositaba en Suiza al menos una parte del tesoro de los nazis. La muerte de su hermano Juan, acaecida menos de un año después de la suya, en condiciones nunca aclaradas (se dijo que había sido un suicidio, pero con toda probabilidad fue un asesinato). Años antes, entre 1948 y 1952, habían muerto los cuatro alemanes: Dörge, Von Leute, Staudt y Freude, probablemente ejecutados por órdenes del alto mando nazi, que reclamaba el pleno uso de sus bienes. Se dice que Perón restituyó a Skorzeny parte del tesoro. La verdadera historia sigue envuelta en el misterio. Dujovne piensa que la explosión del centro comunitario israelita acaecida en Buenos Aires en 1994 está ligada a la documentación que se estaba reuniendo en torno a las redes y manejos nazis en Argentina.

Lo que no tiene misterio alguno es el apoyo directo que recibieron la parte de Evita los genocidas del gobierno croata, ligados a Hitler. “Anduvimos por Europa de país en país –escribieron, en 1954 en la revista Izbor, órgano de la comunidad croata en Argentina– hasta el día en que nuestro dolor golpeó las puertas del corazón más noble que palpitaba entonces en el mundo, el de Eva Perón, que se encontraba entonces en Roma”. Entre los asesinos cobijados por el Vaticano que gracias a Evita obtuvieron una visa o un pasaporte de la Cruz Roja Internacional, estaba Ante Pavelic, el líder croata, responsable de la muerte de 800 mil personas en los campos de concentración de Lobor, Mlaka, Jablanac y varios más. Llegó a Buenos Aires con nombre falso y sotana de cura –cortesía del Santo Padre– junto con sus compatriotas Vrancic –condecorado por Hitler por sus planes de deportación masiva– y Branco Benzón, que se convirtió en médico personal de Perón. Este “grupo de los ustachis –apunta Dujovne– colaboró con la Alianza Libertadora Nacionalista y con la policía peronista, aportándoles una experiencia en materia de torturas que esta última no hizo sino perfeccionar”.

¿Cabe disculpar a Evita –como intenta tímidamente Dujovne– por su ignorancia, tan abismal como su ambición? Un testimonio perdido en el libro, descarta la posibilidad. “Yo sólo voy a hablar –le dijo el informante– de lo que he visto con mis propios ojos. En 1955 la Revolución libertadora (que derrocó a Perón) exhibió los bienes personales de Perón y Evita. Entre los objetos, encontré un lujoso cofrecito adornado con marquetería que contenía cubiertos de plata. Sobre la tapa había una estrella de nácar: la estrella de David”. Era, evidentemente, una parte del botín de los nazis, y su significación no pudo pasar desapercibida aun a la más ignorante de las hadas madrinas.

Los críticos de Eva Perón solían decir que había hecho “muy mal el bien y muy bien el mal”. Se equivocaban en lo primero: provenía de los desheredados, por eso logró comunicarse genuinamente con un sector importante de ellos y, fugazmente, los ayudó. En lo que no se equivocaban es en lo segundo. La gestión política del Peronismo fue un ejemplo de todo lo que las naciones latinoamericanas que miran al futuro con responsabilidad están buscando superar.

El peronismo fue un perfecto manual de antidemocracia. La oposición liberal (el Partido Radical), los grupos socialistas y comunistas, la disidencia sindical, todos fueron sistemáticamente reprimidos. Los diarios oficiales y nacionalistas –incluido el nazi Deutsche La Plata Zeitung– contaban con generosas franquicias. La prensa libre estuvo a un paso de desaparecer: el gobierno racionó a los diarios el papel, aduciendo una falsa escasez; forzó su compra por personas adictas, su expropiación y, en varios casos, su violento cierre. Un empresario adquirió para Evita el 51 por ciento de acciones del grupo editorial Haynes (diez diarios y revistas) con lo cual cegó una oferta mundial independiente. La Universidad fue varias veces intervenida y privada progresivamente de su autonomía. “La figura marcial de Perón y la figura angélica de su esposa, envuelta en nubes delicadamente rosadas –recuerda el historiador Tulio Halperin Donghi– comenzaron a decorar los libros de lectura para las escuelas primarias”.4 Un admirador de Goebbels apellidado Apold, creó el aparato de propaganda peronista. De su oficina partían los eslogans: “Perón cumple, Eva dignifica”. Se inventaron concursos públicos y juegos masivos donde los villanos eran los antiperonistas.

En el mejor estilo fascista, se integró una comisión para investigar las “actividades antiargentinas” (sinónimo de antiperonista) que censuraba títulos y encarcelaba autores. Los intelectuales sufrieron persecución: la escritora Victoria Ocampo, editora de la extraordinaria revista Sur que por varias décadas publicó la mejor literatura de habla española, fue a dar a la cárcel, lo mismo que la madre de Jorge Luis Borges, quien a su vez fue despedido en su empleo en la Biblioteca Nacional y nombrado inspector de aves en los mercados de Buenos Aires. Las estaciones de radio debían abstenerse, sin más, de toda crítica, Radio Belgrano, la estación donde Eva había interpretado a las mujeres célebres, pasó a ser de su propiedad. Músicos, bailarinas, cantantes que no hubiesen demostrado su apego al régimen sufrían represión. En cambio prosperaron como nunca los poetas cortesanos.

Siguiendo puntualmente la vieja tradición española del poder patrimonialista, el matrimonio Perón-Evita se comportaba como el dueño único y legítimo de Argentina. Toda la familia Duarte medró a la sombra de Eva: Juan fue el influyente y corrupto secretario de Perón, un cuñado de Eva fue senador, otro director de Aduanas y otro magistrado de la Corte de Justicia. El Congreso era un apéndice de Perón y de Evita, quienes tranquilamente suprimieron la inmunidad parlamentaria. Cuando Evita visitó la Suprema Corte, su presidente le rogó con dulzura que no se sentara a su lado, en la zona reservada a los magistrados, sino con el público, junto a su esposa. En represalia, Evita lo hizo echar. Luego depuró al resto del poder judicial. En el límite de su carrera buscó la candidatura a la vice Presidencia de la República. Esta vez Perón, presionado por el veto familiar, se negó a apoyarla. De haber sobrevivido, ¿es impensable imaginarla tramando el derrocamiento de su marido? No por casualidad había representado a Catalina la Grande.

Un conjunto siniestro de ismos permanecerán ligados al peronismo: populismo, caudillismo, chovinismo, militarismo. Son los cuatro jinetes del Apocalipsis latinoamericano, las llagas que han impedido la inserción del subcontinente a la vida moderna, el verdadero origen de la postración que caracteriza a esta zona débil del mundo occidental. El populismo arruinó la economía de Argentina, inoculó el resentimiento social y la mentalidad becaria, distorsionó en cientos de miles de personas el sentido mismo de la dignidad personal y la responsabilidad económica. Fue un engaño colectivo. los hombres como niños permanentes, los poderosos como Santa Claus, la vida como una eterna Navidad. Tal vez fue un embrión del marxismo revolucionario de los sesenta y setenta, pero un embrión con las dos caras de Jano. Arco iris de ideología: en sólo una década, Eva pasó de ser la diosa del populismo de derecha al icono de la izquierda marxista: “Si Eva viviera, sería montonera” exclamaban los guerrilleros argentinos de los sesenta. ¿Tenían razón? Imposible saberlo, pero la historia –“esa puta”, diría Perón-5 proveería una respuesta aterradora: durante la guerra sucia de los años setenta, muchos peronistas de izquierda morirían torturados por peronistas de derecha.

El caudillismo, el más antiguo de los males políticos del continente, eco remoto de los jeques árabes y la guerra de reconquista española, concentraba todo el poder en un hombre –y en este caso excepcional, en una mujer– dotado de carisma. De ese modo, las pasiones (traumas, obsesiones, caprichos, etcétera) estrictamente personales del caudillo se transmiten a la historia nacional convirtiéndola en una especie de biografía del poder. El fenómeno ha ocurrido en casi todos nuestros países –notablemente en México desde el siglo xix hasta ahora–, pero en la Argentina peronista se vivió con un acento particular, porque la incontrastada autoridad de Eva y Perón no tenía más diques institucionales que el veto eventual del Ejército. Eva convirtió a la Argentina en el escenario de su película personal.

El chovinismo es, en esencia, una concepción excesiva, imprudente y a fin de cuentas errónea, del lugar y el destino de una nación en el mundo. Es, además, una doctrina del odio entre las naciones. Dotada de un territorio inmenso y rico, con una población letrada, sin graves desigualdades étnicas, Argentina podía haber concentrado sus energías en un desarrollo equilibrado: sin drenar su agricultura, sin apostar demasiado a la industria, sin grandes golpes de nacionalización y, sobre todo, sin derrochar su riqueza acumulada, riqueza no sólo material, sino cultural. Perdió el rumbo, víctima de una falsa ensoñación autárquica y una prevención excesiva con respecto al mundo anglosajón. El peronismo fue el gran vendedor de ese hashísh ideológico que insinúa en los pueblos una arrogancia de la que tarde o temprano despiertan, desorientados, inseguros y, a veces, suicidas.

El militarismo fue, hasta hace poco, una plaga continental. Generaciones enteras se perdieron, aplastadas por las botas. ¿Qué dejaron a su paso los gorilas? Orden, mucho orden; pero también miseria, desigualdad y una cultura de la muerte que los asemeja a su venerado modelo: la Alemania nazi. El peronismo no fue el primer régimen militar de la Argentina, pero debilitó y adulteró a las instituciones políticas y las libertades públicas.

Populista, caudillista, chovinista, militarista (y, no del todo inadvertidamente, pronazi) Eva Perón fue la mayor demagoga del siglo xx. Representa un poco de lo bueno de la herencia cristiana de raíz ibérica en Latinoamérica, un eco de la vieja justicia distributiva, un pie de página en la historia universal de la caridad. Pero más decididamente, esta heroína nacida dos veces en Hollywood, que ahora recorre el mundo en una nueva “Travesía del Arco Iris” representa, junto con su marido, lo peor de esa misma raíz y de nuestro trágico siglo, un capítulo de lo que Borges llamó “la historia universal de la infamia”.

Notas:

1 Guillermo Cabrera Infante. “El actor como político, el político como actor”, en Vuelta. México, agosto de 1981, vol. 5, núm. 57.

2 Tomás Eloy Martínez, Santa Evita. México, Joaquín Mortiz, 1995.

3 Alicia Dujovne Ortiz, Eva Perón. Buenos Aires, Aguilar-Grupo Santillana, 1995.

4 Tulio Halperin Donghi, Argentina. La democracia de masas. Buenos Aires, Paidós, vol. 7.

5 Tomás Eloy Martínez, La novela de Perón. Argentina, Legasa, 1985, p. 218.

El Norte

*Este texto forma parte de Redentores, con modificaciones.

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