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Violencia mexicana

Aunque había leído varios libros sobre el "México bronco'', creo que caí en la cuenta de lo peculiar que es la violencia mexicana hace quince años, durante un viaje con Isabel, mi mujer, a Sudamérica. El aprendizaje ocurrió gracias a un método infalible de caracterización psicológica: los chistes.

"¿Mexicanos?'', nos dijo el guía en el tren a Macchu Pichu. "Este era un general que le preguntó a otro: ¿le gustan las flores, compadre? Sí. Y vaciándole la pistola le dijo: Pues mañana recibirá muchas''. Todos rieron menos nosotros. En Buenos Aires, nuestra siguiente estación, ya no fue un modesto guía el que nos describió con un chiste cruel sino un escritor extraordinario: José Bianco: "¡México! ¿Cómo olvidar ese aviso en un diario?: Mató a su madre con una máquina de escribir... sin causa justificada''.

Nos hemos acostumbrado a una violencia cotidiana, sorda, una violencia de alarma y alerta. Sólo en México (o quizá en Turquía) se leen noticias periodísticas que informan tranquilamente sobre asaltos perpetrados... por policías. ¿De dónde proviene esta familiaridad? De nuestra historia.

Jung hubiera anclado la explicación en los sacrificios humanos de los aztecas y, en general, de todos los pueblos de Mesoamérica. A juzgar por un libro reciente (Aztecs) de una investigadora australiana llamada Inge Clendinnen, Jung hubiese tenido razón. Los sacrificios no eran un capítulo ancilar de la vida prehispánica, eran un centro vital y quizá el centro vital de su concepción del mundo y su cotidianeidad. Es atroz leer en Sahagún los detalles preparatorios de los sacrificios y su detallada mecánica, pero más atroz aún es atestiguar la participación voluntaria, embriagada, festiva a veces, de las víctimas en su propia muerte.

Esta tradición guerrera y sacrificial tuvo un clímax en la Conquista. Durante el Siglo XVI México fue el escenario de varias guerras locales de expansión, resistencia y conquista. Aunque durante los siglos XVII y XVIII no faltaron los encuentros violentos (batallas contra los nómadas, filibusteros, piratas), la tradición violenta se interrumpió. La violencia en esa época (estudiada por William Taylor en un libro magistral sobre Oaxaca y el Valle de México) se originaba más en rencillas privadas (embriaguez, pasiones) que en motivos políticos o religiosos. Con todo, a pesar de su larga duración, la siesta colonial no erradicó los viejos hábitos. El grito de Dolores en 1810 los despertó para que no descansaran más.

Basta una hojeada al siglo XIX para advertir de inmediato que una de sus características salientes fue la violencia. El país vivió en un estado de Guerra permanente. La independencia fue también una Revolución Social. En 1822 comenzó la era de los "pronunciamientos'' que tuvo por campeón insuperado al General Antonio López de Santa Anna. En 1836 ocurrió la guerra de Secesión contra los tejanos. Para entonces ya apuntaban en el horizonte muchas guerras locales de carácter agrario o étnico y varias revueltas indígenas cuyo principal objetivo era la defensa de sus tierras y pueblos. A fines de los treinta ocurrió la escaramuza de "los pasteles'' contra Francia. En medio de innumerables "bolas'', pronunciamientos y "revoluciones'', a fines de los cuarenta sobrevino la invasión estadounidense. Durante esos mismos años, los hombres del norte seguían luchando como sus antepasados de la colonia contra los indios nómadas (apaches, comanches, etc...) mientras que en el sur los yucatecos se enfrascaban en un terrible querella religiosa, social y étnica llamada "Guerra de Castas''. En los 50s se dió la revolución de Ayutla, la Guerra de los Tres Años o Guerra de Reforma y en los 60s la Intervención Francesa. Restaurada la república en 1867 no se restauró la paz: Porfirio Díaz se levantó dos veces en armas hasta llegar al poder e imponer la palabra ansiada, anhelada, soñada por todos los mexicanos en esta nación que era conocida en el mundo como un "país de revoluciones'': la palabra paz. La nueva siesta tranquila duró un santiamén: poco más de 30 años. En 1910, un nuevo grito de libertad, esta vez de libertad interna, "despertó al tigre''. Sus zarpazos duraron 20 años e incluyeron no sólo múltiples revoluciones que por comodidad (y distorsión ideológica) englobamos en una, sino también una extraña y compleja guerra religiosa: la Cristiada.

Con la consolidación del orden político corporativo en el cardenismo advino una nueva siesta o, si se quiere, un estado de relativa somnolencia. Paz, orden y progreso parecieron de nuevo, como en el porfiriato, las metas reverenciadas. (Ahora con un nuevo nombre: desarrollo y estabilidad). Puede decirse que desde tiempos coloniales el país no ha gozado de una paz interna similar a la que hemos vivido desde tiempos de Cárdenas. Más de 50 años sin revueltas, rebeliones, revoluciones, sólo con estallidos aislados (1968) y fiebres guerrilleras que pasaron pronto. Las tensiones y querellas son locales y localizadas. La violencia que nos hizo tristemente célebres, la violencia política y religiosa, la religión de la violencia, la política de la pistola, la fiesta de las balas, parece cosa superada. Como en la época de los virreyes, la violencia cotidiana parece sólo privada e individual, no pública y colectiva.

¿Habrá pasado realmente ese pasado? La violencia civil, urbana, rural, delincuencial que sufrimos día a día es suficiente como para encender todas las veladoras a todos los santos y rezar porque la otra violencia, la del tigre, la generalizada y bronca, no reaparezca nunca más. Por desgracia, dos acontecimientos recientes indican que el viejo tigre puede despertar. Jonacatepec, 1993 recordó por un instante al Jonacatepec zapatista de 1914 o al Jonacatepec jaramillista de 1960. Y cuando creíamos salir de la pesadilla presenciamos atónitos una irrupción sin precedentes, ni siquiera en tiempos de la Revolución: una turba asalta el Palacio Legislativo. El siguiente escenario podría ser el Palacio Nacional.

México ha pagado una cuota excesiva de violencia histórica. La única forma de matar definitivamente al tigre es aplicar de manera estricta la justicia. Consignar a quien hubiese que consignar sin caer en culpas y chantajes populistas. México ha sido y es aún, por desgracia, un país armado. La suave persuasión no desarma: desarma la ley.

El Norte

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29 agosto 1993