Presidencia de la Nación Argentina

El estilo personal de Ernesto Zedillo

En algún lugar de su obra, Cosío Villegas apunta que un intelectual en México debe ser valiente para criticar a los presidentes pero mucho más para ponderar sus facetas positivas. No quiero ni puedo ponerme en el papel de medium e imaginar la opinión que le hubiese merecido la gestión del Presidente Zedillo, pero tengo para mí que le hubiera dado una buena calificación, no muy distinta a la del sondeo público llevado a cabo por Reforma antes del sexto informe de gobierno.

Ernesto Zedillo llegó al poder sin buscarlo. De todos los presidentes provenientes del PRI es el más ajeno y lejano a la familia revolucionaria. Nada en su biografía lo predestinaba siquiera remotamente para la presidencia: ni su oriundez fronteriza, su origen económico y social, su educación politécnica, su temprana militancia en el movimiento estudiantil, su matrimonio con una mujer de ánimo libertario y hasta contestatario, su carácter reservado, casi hosco, su indiferencia frente al poder y el dinero, ni siquiera su preparación como economista en Yale y, menos aún, sus casi inexistentes vinculaciones políticas. Cuando regresó a México, formado ya en una escuela económica moderna y liberal, su bautizo consistió en idear formas efectivas de pagar los platos rotos del festín populista. Más por azar que por elección, vivió muy de cerca las crisis del sistema, desde la represión del 68 hasta los claroscuros del salinismo y el asesinato de Colosio. Tenía que buscar una salida: ha sido el primer presidente, desde Madero, que la encontró en la democracia.

Aunque triunfó en las elecciones de 1994 lo hizo, según él mismo ha admitido, en el marco de una competencia inequitativa. Durante mucho tiempo, sobre todo a raíz del "error de diciembre" (en el cual su gobierno no está exento de una responsabilidad parcial), lo rodeó una atmósfera de suspicacia y, por momentos, de franco desdén. "No terminará el sexenio", vaticinaron muchos. Parecía -me lo pareció también a mí- un tecnócrata en apuros, perdido en una selva política que no comprendía ni quería comprender. Pero la obstinación y hasta la terquedad que lo caracterizan (rasgos que lo habían orillado a cometer algunas equivocaciones en su gestión pública), resultaron prendas invaluables para la circunstancia del fin de régimen y de siglo. Decidió, sencillamente, apegarse a su ideario liberal por partida doble: apuntalar, contra viento y marea, la estructura macroeconómica y, paso histórico, tomar verdaderamente en serio la democracia.

Cuando lo conocí acababa de llegar a la Secretaría de Educación. Se definió como un producto químicamente puro de la educación pública mexicana, laica y liberal. Advertí que tomaba en serio las palabras: quería el federalismo en la educación y comenzó a instrumentarlo. Su héroe de cabecera era y sigue siendo Juárez. Con el inmenso desprestigio de la historia oficial uno puede ver con reservas esa lealtad, pero en el caso de Zedillo -como en el de Carranza, en su momento- la identificación no es trivial: representa el ejemplo de una postura firme en una circunstancia de inestabilidad y violencia. Para su fortuna y la nuestra -es verdad, en un marco mundial de apertura que lo favorecía- los resultados no se hicieron esperar: la recuperación macroeconómica, la credibilidad de los comicios y la libertad de expresión generalizada alimentaron el círculo virtuoso hasta llegar al balance actual.

Es obvio que falta un trecho inmenso por recorrer para alcanzar un nivel razonable de salud económica y social en México, para consolidar una cultura democrática, para reformar desde el origen la penosísima situación de nuestra justicia. Y sin duda hubo errores en el camino. Tras el de diciembre, el manejo global del problema bancario debió haber sido distinto, implacable y en verdad "juarista" con los defraudadores, y muy claro en la comunicación al público; los Acuerdos de San Andrés no debieron firmarse o, una vez firmados, debieron enviarse a las Cámaras para su ratificación. Pero el reclamo perredista que achaca al presidente o a sus políticas los 60 millones de pobres es tan demagógico como es falsa la imputación de sus manos manchadas por la matanza de Acteal. De hecho, en el delicadísimo tema de la represión, Zedillo acierta en su defensa propia: ahora que la UNAM está abierta damos por un hecho el que a pesar de los episodios de provocación, y a despecho también de las voces que pedían mano dura, no sólo no haya habido un muerto pero ni siquiera un herido durante la larga huelga de los estudiantes radicales. Al margen de los errores de arranque no atribuibles al presidente -elevar las cuotas en tiempos preelectorales- el manejo político del conflicto fue responsable y adecuado, tanto que arroja una luz reveladora sobre el 68: si Díaz Ordaz hubiese tenido un poco de paciencia y un dejo siquiera de piedad o comprensión, el movimiento hubiese tomado cauces políticos constructivos o, en el peor de los casos, se hubiese apagado poco a poco. Pero no hubiera existido Tlatelolco.

Ahora el PRI le ha volteado la espalda. Incluso el discurso de Beatriz Paredes, notable por muchos aspectos -inteligente, digno, responsable, bien escrito y mejor dicho- insistió de nueva cuenta en reivindicar, con razón, el legado remoto del PRI pero desdeñó al mismo tiempo los logros de la administración de Zedillo y también -hay que decirlo- los de Salinas. Con su actitud, los priistas no sólo cometieron un acto de mezquindad con sus propios regímenes modernizadores sino con el gobierno que propició una transición democrática que limpia al PRI de su lastre histórico. Y cometieron también un error político. Se vieron resentidos, rumiando sus ánimos de venganza. ¿Dónde está la juventud del PRI? En ninguna parte. Si perseveran en esa actitud y no leen el espíritu de los nuevos tiempos estarán cavando, elección tras elección, su propia tumba. Porque no es la demagogia del nacionalismo social lo que el votante mexicano quiere oír. Lo que quiere es probidad y decoro en sus gobernantes y representantes, y un mejoramiento así sea fragmentario en las condiciones de vida.

Quedan tres meses para que Zedillo entregue el mando, y todo mexicano bien nacido debe desearle que lo entregue en paz. Cada quien hará su propio balance. Yo espero recordarlo como el mandatario que auxilió personalmente a las víctimas de los desastres naturales, el que criticó a Fidel Castro en La Habana, el que tendió una mano generosa a Octavio Paz, el que propició nuestro tránsito sereno a la democracia. No un presidente imperial: un presidente republicano.

Reforma

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