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Mariano Otero nos previene

Para Hugo Hiriart, sabio y generoso, en sus 75

Este año conmemoramos el bicentenario del natalicio de Mariano Otero, acaso el jurista más notable de la historia mexicana. De su legado quisiera rescatar un texto y una actitud que parecen dedicados a nuestro tiempo. Nos muestran la mejor vía para enfrentar a Donald Trump.

Me refiero a su negativa a avalar la firma de un tratado de paz con Estados Unidos tras la derrota de 1847. Sus razones están expuestas en una carta dirigida desde Toluca al gobernador de Jalisco, fechada el 16 de septiembre de 1847. Meses atrás, en los primeros tiempos de la guerra, Otero había participado en la malhadada rebelión de los Polkos, que en plena invasión de las tropas yanquis se levantaron contra el gobierno de Valentín Gómez Farías en protesta por un decreto que imponía al clero un préstamo forzoso para sufragar la guerra. No movía a Otero, como parece, una sumisión a la Iglesia sino el convencimiento de que el dinero sería mal administrado y que había otras maneras de financiar la guerra.

No obstante, el desarrollo brutal de la guerra alentó el patriotismo activo (no sólo político y jurídico) de Otero. Por eso, dos días después de que el pabellón de las barras y las estrellas comenzara a ondear en el Palacio Nacional, al percatarse de que el gobierno de Manuel de la Peña y Peña se disponía a conceder (además de Texas) una porción de la Alta California, Otero escribió aquella carta de oposición absoluta. Partía de una premisa incontrovertible: la causa de la guerra había sido la disputa por Texas, ninguna otra. Zanjándose el litigio a favor de Estados Unidos, no había nada más que negociar.

Pero Otero había tenido información fidedigna de que el gobierno, reacio aún a vender Nuevo México, se disponía a negociar la venta de la Alta California. Su negativa fue tajante. Ceder Texas era ya un sacrificio histórico, ceder California era una traición al pasado y una irresponsabilidad frente a las generaciones futuras. Tras hacer el recuento puntual de la riqueza de California, Otero proponía resueltamente:

... que la nación por los órganos legítimos que expresan su voluntad, repruebe cuanto antes los términos del tratado ofrecido y manifieste la más decidida y eficaz voluntad de llevar adelante la guerra (...) es absolutamente necesario y urgente que una ley haga imposible la enajenación ya ofrecida del territorio indisputado, y cuya pérdida acarrearía gravísimos males a la República.

¿Qué habría pasado si la opinión de Otero hubiese prevalecido? Creo, a la distancia, que el gobierno americano se habría encontrado en un callejón sin salida, que el propio Otero delineaba. Tenía una parte de la opinión pública en contra. Voces influyentes en el Congreso reprobaban la guerra, como una empresa personal, injusta, sangrienta, innecesaria, costosa del presidente Polk. Pronto habría nuevas elecciones. La oposición de los estados norteños a la expansión esclavista era creciente. Por lo demás -como indicaba Otero-, ¿qué más podía hacer el ejército de ocupación? ¿Masacrar a la población civil? ¿Permanecer indefinidamente? ¿Arriesgarse a que aparecieran más brotes guerrilleros? México, es la verdad, podía y debía haber resistido, al menos en lo que respecta a la venta de territorios que no estaban en el litigio original, el de Texas.

Había que ganar tiempo. Ceder era una forma del suicidio. Resistir (como pedía Otero, como exigía con mayor vehemencia Melchor Ocampo) era una opción durísima, que habría costado aún más sangre, pero que nos habría puesto en una mejor posición para negociar el futuro.

Hay en la experiencia trágica de 1847 una lección para el México de hoy. Ante todo, ganar tiempo. Leer la fuerza pero también la debilidad del enemigo. Ponderar con claridad la ecuación política internacional. Buscar aliados internos en Estados Unidos. Permanecer unidos ante el adversario. No ceder, o ceder a cuentagotas. No temblar ante las amenazas. Y, sobre todo, actuar con responsabilidad histórica:

Lo que México disputa en esta guerra no es su honor ofendido por el agravio que una satisfacción repara; ni las injusticias hechas a sus ciudadanos que una indemnización compensa; sino intereses de mayor jerarquía, la seguridad de su existencia política, la conservación de su rango entre las demás naciones, y ningún tratado que deje de salvar estos grandes objetos puede ser bueno ni honroso.

Esos mismos "intereses de mayor jerarquía" están en juego ahora. Y el respeto a nosotros mismos.

Reforma

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