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Los combates de Octavio paz

Octavio Paz fundó en 1968 la cultura de la disidencia en México. El sistema político mexicano no mantenía campos de concentración ni profesaba una ideología de Estado, pero ejercía un poder casi absoluto fincado en paradigmas de dominación indígenas y españoles opuestos a toda libertad crítica. Tradicionalmente, los intelectuales habían vivido integrados al Estado, colaborando en la llamada “construcción nacional” como ideólogos, educadores consejeros o embajadores. Cuando por excepción intentaron convertirse en filósofos-reyes, crear partidos de oposición o ejercer la crítica independiente, la maquinaria del PRI aplastó sus esfuerzos. El 2 de octubre de 1968, el gobierno del Presidente Gustavo Díaz Ordaz masacró en la antigua Plaza de Tlatelolco a cientos de estudiantes cuya bandera era justamente, la libertad política. Al día siguiente, Octavio Paz presentó su renuncia como embajador en  la India. Fue su  hora mejor, un acto insólito que no sólo cambiaría su vida sino la vida intelectual de México y, en gran  medida, de la América Hispana.

Al poco tiempo Paz publicó sus primeras, acerbas críticas al PRI: “en México no hay más dictadura que la del PRI y no hay más peligro de anarquía que el que provoca la antinatural  prolongación de su monopolio político”. Era natural que a su regreso a México –con intermitencias,  desde 1943 había vivido como diplomático en el extranjero, sobre todo en Francia, y más tarde en la India –la juventud agraviada esperase que Paz se convirtiera en un caudillo de oposición revolucionaria al petrificado régimen del PRI. Pero en ese instante Paz se decidió por un nuevo acto de disidencia, ya no sólo con respecto al régimen del PRI sino a la predominante cultura de izquierda: rompió la unidad ideológica en la vida intelectual del país y fundó la revista Plural (1971-1976) que en la vieja tradición de Partisan Review criticaba desde posiciones democráticas y liberales  tanto a los regímenes militares del Cono Sur como a Cuba y a los diversos movimientos guerrilleros que surgieron en casi toda América Latina. En 1976, el gobierno golpeó al periódico Excélsior al que pertenecía Plural y en ese mismo año Paz fundó Vuelta, una revista mensual de literatura y crítica ya plenamente independiente, que se proyectó a todo el mundo de habla hispana propiciando una polémica intelectual que llegó, por momentos, a extremos de  guerra civil. Fue en ese momento cuando lo conocí. A partir de entonces y a lo largo de los siguientes 20 años, junto con un  pequeño grupo de amigos escritores, tuve la fortuna de librar esa guerra a su lado.

Vuelta era su trinchera pero también su taller literario. Desde su biblioteca, en el departamento del histórico Paseo de la Reforma de la Ciudad de México donde vivió durante casi todos esos 20 años, hablaba por teléfono diariamente para proponer artículos, reseñas, traducciones, relatos, poemas, pequeños comentarios. Alfonso Reyes (1889-1959), el prolífico hombre de letras que había precedido a Paz como figura tutelar de la literatura mexicana, lamentaba que “Hispanoamérica hubiese llegado demasiado tarde al banquete de la cultura universal”. Paz, desde muy joven, había decidido incorporarse a ese banquete y los ecos de esa conversación, que duraba ya medio siglo, llegaban a Vuelta donde Ortega y Gasset, Sartre, Camus, Breton, Neruda, Buñuel, eran convidados habituales. Pero no sólo se escuchaban las voces del pasado, porque ahora era Vuelta la que convocaba al banquete donde se sentaban animadamente Borges, Kundera, Irving Howe, Daniel Bell, Joseph Brodsky, Milosz, Kolakowski y  cientos de autores más.

Paz no daba clases ni pontificaba: su charla era una exploración abierta. Aunque tenía el “genio irritable” que atribuía Horacio a los poetas y era invariablemente serio en la discusión de sus temas, había un entusiasmo casi infantil en su curiosidad intelectual. No sólo le incumbían los temas universales, propios de su obra ensayística –la reflexión sobre la creación poética y el lenguaje; la visión sobre el conjunto de la poesía occidental desde el romanticismo hasta la vanguardia, tomando en cuenta no sólo la creación de diversas lenguas sino el contraste con las culturas no occidentales; la reflexión sobre la modernidad en todos sus sentidos, culturales, sociales, políticos- sino asuntos diversos en la frontera del conocimiento: la última teoría sobre el Bing Bang, la polémica sobre la naturaleza de la mente, los descubrimientos de la escritura maya. De pronto- y la fórmula “de pronto” acompañada de un súbito ademán era común en él- la charla derivaba a los parajes más insospechados: los cuentos libertinos del Siglo 18 francés, las máximas políticas de un remoto letrado chino, las teorías medievales del  amor a la melancolía.

Alguna vez tuve la tentación de sentirme su Boswell y tomar notas hasta de su respiración. Por fortuna me resistí, la amistad fluyó con mayor naturalidad y pude observarlo con mayor distancia. Vivía en una continua exaltación. Parecía un león de gran melena, y así se comportaba. Los grandes escritores latinoamericanos construían, como él, una obra personal pero habitaban el Olimpo (Borges), practicaban el culto a la personalidad de los caudillos (García Márquez), quemaban incienso a la Revolución como el  único camino para América Latina (casi todos los escritores del Boom, con excepción de Vargas Llosa y Sábato); hacían todo ello, pero no fundaban ni dirigían revistas de vanguardia literaria y política como Paz venía haciéndolo, casi sin interrupción, desde los años 30. Por todo ello, comencé a preguntarme ¿cuál era la clave de su combatividad?

Paz había convertido a México en un texto sagrado que reclamaba ser descifrado, revelado. Paz era un minero o un alquimista de la identidad mexicana. En la inmersión en las imágenes, los ritos, los deseos y los mitos populares de El laberinto de la soledad, en la libertad poética de las prosas en Águila o sol (antecedente directo del realismo mágico), en sus libros sobre escritores y artistas de México, en su obra magna sobre Sor Juana Inés de la Cruz, en sus ensayos de interpretación histórica o crítica política, y en varios poemas largos (Pasado en claro, Nocturno de San Ildelfonso, Vuelta) Paz quiso – para usar sus palabras- “romper el velo y ver”: “Me sentí solo y sentí que México era un país solo, aislado , lejos de la corriente central de la historia... al reflexionar sobre la extrañeza de ser mexicano, descubrí una vieja verdad: cada hombre oculta un desconocido... quise penetrar en mí mismo y desenterrar a ese desconocido, hablar con él”.

Para Paz, poeta del amor, “la mujer es la puerta de reconciliación con el mundo”. Su madre, su tía que lo inició en la escritura, las mujeres que amó de joven y sobre todo Marie-José, su esposa desde 1964, con la que fue particularmente dichosos, mitigaron el hueco, la carencia, inspiraron su pasión por la poesía y lo salvaron del laberinto. El padre, en cambio, no era una puerta sino un muro de silencio. Allí estaba quizá la clave para desenterrar al desconocido, para hablar con el combatiente: en el México de la Revolución que trastornó para siempre la vida familiar, en la vieja casona de Mixcoac (un pueblo en las afueras de la Ciudad de México), donde un Settembrini y un Naphta de tierras mexicanas- su abuelo Ireneo Paz y su padre Octavio Paz Solórzano- disputaban sobre el destino del país ligado dramáticamente al de sus propias vidas. No un joven como Castorp, sino un poeta niño era testigo mudo de esas diferencias. “Y  el mantel olía a pólvora”, recordaba.

El abuelo había sido un rebelde liberal, protagonista de innumerables asonadas, combatiente contra la intervención francesa que trajo a Maximiliano y Carlota, y más tarde novelista y editor por largas décadas de un famosos periódico (La Patria). Sus temas eran el poder y la libertad. Poeta satírico contra Juárez, compañero de andanzas de Porfirio Díaz, a sus 75 años de edad se opuso a él, saludó la revolución democrática de Madero (1910), sufrió cárcel y finalmente se retiró para morir ya muy viejo, en 1924, al lado de su gran biblioteca histórica y literaria, rodeado de las imágenes de Danton, Mirabeau, Víctor Hugo, Lamartine, temeroso de la “anarquía de los jefes y jefecillos” que amenazaba a México y ante la mirada absorta del nieto que veía en él al patriarca bueno, poderoso y sabio.

El padre, por el contrario, era el revoltoso, “el macho, el caudillo, el hombre terrible, el chingón, el que ha abandonado mujer e hijos” al conjuro de la Revolución, “la palabra mágica, la que va a cambiarlo todo y que nos va a dar una alegría inmensa y una muerte rápida”. Mientras su hijo nacía en 1914, año del estallido de la Guerra Mundial, año de la mayor anarquía en la Revolución Mexicana, Octavio Paz Solórzano se incorporaba como un narodniki al ejército campesino de Emiliano Zapata de quien llegaría a ser agente confidencial ante los Estados Unidos. Sus temas eran la igualdad y la justicia social. Su vida sería un rosario de desdichas marcadas por la derrota, la frustación, el temprano alcoholismo, el exilio en San Antonio y Los Ángeles, y una incandescente vocación revolucionaria que lo llevó, en 1936, a una muerte prematura y terrible.

Del vómito a la sed

Atado al potro del alcohol,

Mi padre ibaa y venía entre llamas.

Por los durmientes y los rieles

De una estación de moscas y de polvo,

Una tarde juntamos sus pedazos.

Era natural que de joven, el poeta Octavio Paz rechazara y abrazara al patriarca y al padre, y quisiese ser “revolucionario, héroe, fusilado, libertador”. Había que buscar por cuenta propia no sólo la inocente rebelión liberal del abuelo que perseguía una vida democrática, ni la conmovedora revuelta zapatista del padre que buscaba recobrar la utopía comunal, la unidad perdida entre el hombre y la tierra. Había que servir a la Revolución, “la gran Diosa, la Amada eterna, la gran Puta de poetas y novelistas”.

Paz, que buscó incansablemente a la Revolución, la encontró, recreó y retuvo en un solo campo: la subversión incesante y la libre experimentación de su creación poética. Con menos fortuna, pero con nobleza y entusiasmo, la buscó en la vida: trabajó como maestro rural en el erial henequero de Yucatán, escribió para diarios revolucionarios mexicanos, se incorporó a la Guerra Civil Española porque veía en ella la cara inolvidable de la esperanza de una posible fraternidad, la “espontaneidad creadora y la intervención diaria y directa del pueblo”. Pero sobre todo la buscó en el pensamiento: en los poseídos de la literatura rusa, en los textos canónicos del marxismo, en los textos heréticos de Trotsky, en las polémicas de Camus y Sartre. Como tantos otros intelectuales europeos y latinoamericanos, Paz se enamoró de la idea de la Revolución, pero a diferencia de ellos su desencanto fue, si bien paulatino, irreversible. Comenzó tal vez con el Pacto Hitler-Stalin, siguió con la frecuentación en México de los poetas surrealistas y, en 1951, con las revelaciones de David Rousset sobre los campos de concentración en la URSS que imposibilitado de publicar en México, Paz denunció en la revista argentina Sur. En los 60, todavía esperaba algo de las revoluciones en los países de la periferia, pero fue escéptico con respecto a Cuba. Su desencanto definitivo ocurrió a principios de los 70, con la publicación del Archipiélago Gulag: “ahora sabemos que el resplandor, que a nosotros nos parecía una aurora, era el de una pira sangrienta”.

Esa era la fuente de su combatividad: la revolución vuelta sobre sí misma, “la imaginación curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo”, “la culpa que no se sabe culpa,/ la inocencia,/ fue la culpa mayor”. En plena hegemonía cultural de la izquierda latinoamericana que no toleraba la mínima crítica a Cuba ni la mínima duda sobre el balance “globalmente positivo” del socialismo real en el Este, Paz introdujo y auspició la opinión disidente. Los instintos inquisitoriales y escolásticos de la cultura virreinal y católica reaparecieron ante el heterodoxo: fue acusado de “reaccionario”, deturpado en las aulas, las revistas académicas y los periódicos, en 1984 su efigie fue quemada frente a la embajada norteamericana. (Cruel paradoja: nadie en América Latina como Paz había estudiado de cerca a los Estados Unidos, criticado los aspectos provincianos, puritanos y materialistas de su cultura y la miopía de su diplomacia).

“Los mexicanos debemos reconciliarnos con nuestro pasado” repetía Paz. Ya en El laberinto de la soledad, se había reconciliado con su padre y con su revuelta zapatista, viendo en ella una “comunión de México consigo mismo”, con sus raíces indígenas y españolas. Pero en las últimas décadas, otro personaje se acercó a la mesa, el abuelo Ireneo. Frente al Estado mexicano corrupto, paternalista, ineficaz y autoritario, era preciso recobrar los valores democráticos y liberales. Desde aquella renuncia de 1968 Paz descreyó de la revolución pero se quedó con la divisa de la rebeldía individual, la de Don Irineo. Por eso, en 1985 Paz publicó PRI: Hora cumplida y en 1986 denunció el fraude electoral de Chihuahua que daría inicio a la larga y aún incompleta transición mexicana a la democracia. Cuando en 1989 cayó el Muro de Berlín y –milagro no menos notable- América Latina comenzó a optar por la democracia, Paz supo que la historia había reivindicado sus convicciones y por eso en 1990 Vuelta convocó en México a un Encuentro llamado “La experiencia de la libertad” en donde se analizaron sin triunfalismo las luces y sombras de ese parteaguas histórico. Ese mismo año obtuvo el Premio Nobel. Para entonces, en el orbe de habla hispana ocupaba un lugar que sólo había tenido en el siglo José Ortega y Gasset, y en varios países europeos, notablemente Francia, era reconocido como uno de los grandes “maestros del pensamiento” deñ siglo. Había salido del laberinto de la soledad, había disuelto un tanto la excentricidad mexicana en Occidente.

En los últimos años, la historia y el azar le hicieron jugadas extrañas que lo dejaron perplejo: se esperanzó demasiado en el régimen modernizador de Salinas, se impacientó demasiado con la revuelta tradicional de Chiapas. Como a su abuelo, le preocupaba la anarquía que parece cernirse sobre México. El rostro de Don Ireneo se dibujaba cada vez más en el suyo. Hubiera querido una muerte instantánea y serena, como la suya, pero esa gracia final no le fue concedida. Había nacido en el incendio histórico de 1914, su padre “iba y venía entre las llamas”, y su propio final comenzaría también bajo el signo del fuego que devoró parte de su departamento y su biblioteca en diciembre de 1996. Luego se le descubrió un cáncer en la columna que lo ató más de un año al potro del dolor.

En una ceremonia pública de despedida, volvió por última vez a la imagen del patriarca protector, poderoso y sabio. Repitió su metáfora predilecta sobre México como un “país solar” pero recordó de inmediato la oscuridad de nuestra historia, esa dualidad “luminosa y cruel” que estaba ya en la cosmogonía de los dioses mexicas y que lo había obsesionado desde la niñez. Ojalá y hubiese un Sócrates que apartara a sus conciudadanos del demonio de su cara obscura, de la reyerta entre hombres de la misma raza, de las pasiones destructoras y les mostrara el camino recto. Un Sócrates que protegiera a los hombres y mujeres de “nuestro México” convenciéndolos de no perder la vida por nada, de ganar la vida con sus compatriotas, sus amigos, sus vecinos. Cosa rara en él, estaba predicando: “como mi abuelo, tan amante de las prédicas de sobremesa”. Y de pronto, volteó al cielo nublado como queriendo tocarlo con la mano: “allí hay nubes y sol, nubes y sol son palabras hermanas, seamos dignos del sol del Valle de México”. (Por un instante el sol, en efecto, disipó las nubes). “Valle de México, esa palabra iluminó mi infancia, mi madurez, mi vejez”.

En las semanas siguientes, el padre y el abuelo se desvanecieron de su memoria. El “mantel ya olía a pólvora” y la mesa se quedó sólo con el recuerdo de la madre y la presencia de su mujer. Un día, de pronto, escuché que le susurraba: “Tú eres mi Valle de México”.

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