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Un castor de México

En amoroso recuerdo del Doctor Eduardo Turrent, constructor familiar.

Al enterarme del fallecimiento de Don Fernando Hiriart Balderrama, uno de los más eminentes ingenieros mexicanos, quise conocer un poco de su biografía. De pronto recordé que por un azar, su hijo, mi amigo Hugo, había olvidado en mi casa un libro de homenaje a Don Fernando publicado hace tres años por la Comisión Federal de Electricidad. Corrí al librero y allí estaba, con su foto, ya viejo, en la sobria portada, y un título perfecto: Una vida al servicio de la ingeniería y de México. Mientras recorría aquellas páginas que escuetamente consignaban su trayectoria y me detenía en varias fotografías (sus compañeros, sus títulos, sus hazañas deportivas, sus obras admirables), intenté descifrar, al mismo tiempo, las claves de su creatividad.

Una parte de la respuesta está en su inserción generacional. Nacida entre 1905 y 1920, la generación de Don Fernando tuvo como designio vital el construir el entramado institucional del país sobre los cimientos fincados por la generación anterior, la fundadora del ciclo posrevolucionario, la generación de 1915. El solo recuerdo de sus compañeros más cercanos en el área de la ciencia y la ingeniería es ilustrativo. Educados en las aulas e instituciones de los padres fundadores (como Manuel Sandoval Vallarta, Sotero Prieto) destacaron entre otros los matemáticos Alberto Barajas, Carlos Graef Fernández y José Adem; los ingenieros Javier Barros Sierra, Emilio Rosenblueth y Bernardo Quintana; los científicos Nabor Carrillo, Guillermo Haro y Marcos Moshinsky. Todos ellos edificaron (y en algunos casos, junto con sus discípulos, y los discípulos de sus discípulos, siguen edificando) la ciencia y la ingeniería en México. La vocación constructora de esta generación es tan evidente que no sólo se advierte en casi todas las ramas de las ciencias, sino en las artes y el pensamiento. Por extraño que parezca dada su heterogeneidad, hay un aire de familia entre aquellos sabios y creadores coetáneos como Octavio Paz, Juan Rulfo, José Pablo Moncayo, Luis Barragán, Emilio "El indio" Fernández, Fernando Benítez, Alfonso Noriega, Antonio Martínez Báez, Víctor L. Urquidi, Silvio Zavala y Eduardo O'Gorman. El denominador común se resume en tres palabras: construir a México, construirlo a través del autoconocimiento y la expresión literaria, musical, arquitectónica o cinematográfica; construirlo en su vida editorial, sus leyes e instituciones jurídicas, en su ciencia económica y su conciencia histórica. En este elenco de constructores se inscribió la vida de Fernando Hiriart, pero la otra clave de su energía creativa está en su biografía.

Nació en 1914 en la vieja población minera de Santa Bárbara, Chihuahua, y en 1931 ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria en San Ildefonso. En 1934 se matriculó en la Escuela Nacional de Ingenieros, donde cursó dos carreras simultáneamente: Ingeniero Civil e Ingeniero en Topografía Hidráulica. Muy pronto se incorporó a la Comisión Nacional de Irrigación, donde hizo sus primeros trabajos. La Ingeniería Hidráulica sería su gran pasión (tanto que, en sus últimas décadas, releía con frecuencia el famoso elogio al agua del Ulises de Joyce). En este ámbito su obra constructora es amplísima: revisó el diseño de la cortina de la presa "Valsequillo", en Puebla (1944); estudió a conciencia -junto con su gran amigo Juan J. Marsal- el hundimiento de la Ciudad de México (1951); como director de Obras Hidráulicas del DDF (1953-1958) realizó obras fundamentales de drenaje, rehabilitó la red de abastecimiento de agua potable y creó la primera planta de tratamiento de aguas negras. A raíz del terremoto de julio de 1957, publicó una Revisión de los criterios para el diseño sísmico de estructuras, aplicado al espacio citadino y a la ingeniería de presas. Luego de participar en el diseño estructural de varios multifamiliares y centros hospitalarios, ingresó a la Comisión Federal de Electricidad.

Eran los tiempos de la reciente nacionalización de esa industria. El gobierno se propuso seriamente su ampliación y consolidación. Fernando Hiriart fue una pieza maestra en esos "trabajos de Hércules" (como los llamaría Hugo), una serie impresionante de obras públicas que incluye la hidroeléctrica "Infiernillo", en Michoacán, las presas "El Palmito", "La Angostura" y "Chicoasén", entre otras. Años más tarde, el ingeniero Hiriart contribuyó en la construcción de Laguna Verde, sirvió como Director de Inversiones Públicas de la Secretaría de la Presidencia (donde alentó el trabajo social de los "extensionistas" en las comunidades rurales) y fue Subsecretario de Minas.

En sus últimos veinte años continuó publicando estudios técnicos, recibió honores académicos y asesoró estrechamente a las autoridades de la CFE. En reconocimiento a su trayectoria la impresionante central hidroeléctrica de Zimapán, Hidalgo (hazaña de dominio humano sobre la Sierra Madre Oriental, con el arco de gravedad y el túnel más grande y más largo, respectivamente, de México), lleva su nombre.

Como al grueso de su generación, lo apasionó el deporte. En una preciosa fotografía tomada en la azotea del Palacio de Minería en 1935, aparece cargando en vilo, con los brazos extendidos en "V", a un compañero gimnasta. Como muchos de sus amigos ingenieros, era agnóstico en materia de fe y un melómano consumado, un enamorado de Bach. Como varios de los científicos de su camada, tenía gustos literarios refinados, en su caso por las novelas detectivescas que requieren pensamiento matemático e imaginación ingenieril: Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Cuando Hugo comenzó a estudiar filosofía se alarmó (¿qué uso práctico podría darle a esa noble disciplina?), pero su preocupación amainó al enterarse del enfoque analítico con que se enseñaba en la UNAM, basado en la obra de un matemático, Bertrand Russell. Aunque estaba al día en su especialidad y leía puntualmente Scientific American y Civil Engineering, seguía usando la regla de cálculo.

Sobre todas las cosas, además de un hombre de familia -narrador de Pinocho y Mowgli, recuerda su hija Marcia-, era un hombre de trabajo. Cercano a la UNAM, cofundador del Instituto de Ingeniería (junto con sus compañeros en ICA), maestro de "Mecánica de Fluidos", tenía sin embargo la convicción de que el verdadero aprendizaje deriva de la experiencia: "A nosotros nos interesaba realizar el trabajo, aprender ingeniería. Esto se logra en la práctica, en la obra, no en la Universidad. Se necesita un ambiente adecuado fuera de las escuelas y años de trabajo constante..." Fue, según la fórmula de su hija Berta, un perfecto "castor", tan laborioso, inventivo y preciso como modesto.

Mucha agua -y agua muy turbia- ha pasado por los ríos de nuestra historia, desde los tiempos en que aquel afanoso castor construía sus presas. El país cambió de escala demográfica y cuadruplicó su población, pero se asfixió en el doble tentáculo del irresponsable populismo financiero y la fría y corrupta tecnocracia. Los ingenieros de hoy tienen pocas, muy pocas oportunidades de conseguir no sólo un trabajo creativo, sino un trabajo sin más. La única solución para cambiar esta situación penosa reside en una reforma profunda de la economía nacional.

No son castores lo que falta en México: faltan bosques, tierras, aguas, cielos, horizontes. Falta visión, valentía y buena fe. Faltan deseos de vida. Falta vida.

Reforma

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