Flickr / Eneas De Troya

Embriaguez histórica

"La historia es el producto más peligroso que haya elaborado la química del intelecto. Sus propiedades son muy conocidas. Hace soñar, embriaga a los pueblos, engendra en ellos falsos recuerdos, exagera sus reflejos, mantiene sus viejas llagas, los atormenta en el reposo, los conduce al delirio de grandezas o al de persecuciones, y vuelve a las naciones amargas, soberbias, insoportables y vanas.”

Cuando leí hace tiempo esta reflexión de Paul Valéry, escrita al concluir la Primera Guerra Mundial, me pareció exagerada. Ahora, al atestiguar los efectos de la lectura de la historia en Andrés Manuel López Obrador, creo que Valéry fue demasiado piadoso: el sueño de la historia, mucho más que el de la Razón, produce monstruos.

En el evangelio apócrifo de López Obrador, la historia la hacen los pueblos movilizados por el líder. Se trata de una mezcla –contradictoria e inmensamente simplificada– de marxismo y fascismo: la lucha de clases y el culto a los héroes. Por un lado está “el pueblo”, “la gente”, ese cuerpo místico cuyo ascenso en la historia –según AMLO– nunca es producto de cambios paulatinos, reformas legales, debates parlamentarios, acuerdos entre partidos, engranajes republicanos, creaciones institucionales o avances de civilidad democrática. En el sueño o la embriaguez de AMLO, el pueblo únicamente avanza a través de saltos revolucionarios: “No olvidemos que lo poco o mucho que se logra en el terreno democrático, en el terreno de las libertades, en el terreno de la justicia, es por el movimiento del pueblo, es con el sufrimiento, es con el sacrificio de la gente.”

Pero para que esta marcha sacrificial se dé, el cuerpo necesita de la cabeza rectora, de los líderes, los caudillos, los héroes. En el panteón de AMLO, el elenco es pequeño y conocido: Hidalgo, Morelos, Juárez, Villa y Zapata. Lamento constatar que no sólo se trata de los hombres consagrados por la historia oficial o “historia de bronce” (como la denominó Luis González), sino de personajes sobre los que yo mismo he escrito ensayos biográficos. Pero lo que en el análisis psicohistórico trata de ser ambiguo, contradictorio, complejo y matizado, en AMLO se vuelve monocromático. No cree en la biografía sino en la hagiografía y la demonología. Sus héroes no son hombres de carne y hueso, sino estatuas de bronce y algo peor: prefiguraciones muy esquemáticas de la imagen idealizada, amarga, soberbia, insoportable, vana, perseguida (y sí, mesiánica) que AMLO tiene de sí mismo:

Se van a reír, pero debemos de tener presente la historia. ¿Qué no los poderosos decían que Hidalgo y Morelos eran herejes y los excomulgaron; qué no insultaban a Juárez y le decían indio mugroso; qué a Madero no lo acusaron de ser un iluminado, un espiritista; qué a Villa y a Zapata no los trataron de bandoleros y delincuentes; y qué no ahora esos son nuestros héroes nacionales?

Las “viejas llagas” que AMLO invoca en sus discursos son el Virreinato, el grupo conservador del XIX, la Intervención Francesa y el Porfiriato, cada una provista de su demonio particular, todas idénticas, todas oscuras. Y así como Hidalgo y Morelos lucharon contra el Imperio Español; Juárez y los liberales contra Maximiliano; Madero, Zapata y Villa contra el porfirismo; así López Obrador lucha contra “la camarilla” que, en su pensamiento reflejo, se ha apoderado de México. AMLO se sueña, ni más ni menos, la encarnación moderna de aquellos héroes, tal y como él los imagina: idénticos entre sí, idénticos a sí mismo. El “delirio de grandeza” al que se refiere Valéry es evidente: inmune –según él– a todo apetito de poder, AMLO no es un ambicioso vulgar: es un ambicioso cósmico.

Siempre me ha extrañado su insistente encomio de los hombres de la Reforma, esos personajes “que parecían gigantes”, en la frase que acuñó Antonio Caso. Dejemos de lado el carácter escolar de su visión de Juárez (era austero, usaba un sombrero sencillo); olvidemos también sus distorsiones de la verdad (el olvido, por ejemplo, de las tremendas querellas que provocó Juárez en su gabinete por su empecinamiento reeleccionista). AMLO no es insincero cuando dice que la República Restaurada fue “la mejor época de México”. Sus referencias a esa etapa (provenientes todas de la magna obra de Daniel Cosío Villegas La República RestauradaHistoria Moderna de México, tomo I) revelan una cierta compenetración que proviene de la época en que trabajó en sus libros sobre Tabasco en el siglo XIX. Pero ¿cómo conciliar al revolucionario de hoy y siempre con el supuesto admirador de la era liberal? “Aquellos gigantes” representaban todo lo contrario de él: practicaban la veneración de la ley, el apego estricto a las instituciones del orden republicano, la fe en la libertad como el más preciado de los bienes.

Valéry tenía razón. AMLO ha tomado la pócima de la historia, “el producto más peligroso que haya elaborado la química del intelecto”, y vive al extremo su desvarío. Pero si este diagnóstico es exacto, en la historia misma reside una posible cura, que me atrevo a sugerir con ánimo utópico y, desde luego, “con todo respeto”. Lea usted historia, Andrés Manuel, pero léala con detenimiento y serenidad. En la historia no hay, como sueña usted, “dos agrupamientos”, “dos bloques”, “dos polos”: hay diversidad de “polos”, fuerzas, causas, protagonistas, escenarios. La historia política de México no es una fotografía estática en blanco y negro, sino una película sin libreto fijo, en donde los buenos (con alguna excepción) no son tan buenos, y los malos (con excepciones) no son tan malos. La historia de México es la suma plural de muchas microhistorias y empeños anónimos, la mayoría pacíficos. Lea usted historia como la imperfecta narración del pasado y no como la clave maestra del futuro.

Y un punto más: “destabasqueñice” la historia. Piense que el instinto suicida del político tabasqueño precipitó el ostracismo de Garrido Canabal y la derrota de Carlos Madrazo. Ambos maestros suyos dejaron que la “pasión tropical” los devorara. Usted puede evitar ese destino. No cuenta con “el pueblo” en abstracto, pero sí con el apoyo de muchos mexicanos. Canalice usted ese apoyo en una obra constructiva. No lo sacrifique. No los sacrifique. ~

Letras Libres, núm. 94

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01 octubre 2006