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El trasgresor y sus apóstoles

Para Aarón y Shabty Sulkes

“La guerra -escribió el célebre historiador árabe Ibn Jaldún-­ es un hecho natural: no ha ce­sado jamás desde que Dios creó a los hombres, no hay raza ni pue­blo a salvo de ella". En Al-Muqaddimah, su monu­mental compendio de historia univer­sal, Ibn Jaldún enumera los cuatro mo­tivos que a su juicio han impulsado las guerras en todo tiempo y lugar. El pri­mero, característico de las tribus veci­nas, es el deseo de venganza producto de la envidia o la rivalidad de intere­ses. El segundo, "existe sobre todo en los pueblos semisalvajes que viven en los desiertos, árabes, turcos, turcoma­nos, kurdos, pueblos que han hecho de sus lanzas el medio de ganar la vida y del hurto el modo de subsistir". El amago de los infieles es el ter­cer motivo, que a su vez da lugar a la "djihad", la guerra santa. El cuarto es la defensa o consoli­dación de un reino. De estas cuatro es­pecies de guerra, concluye Ibn Jaldún, "las dos primeras son inicuas y perver­sas, las dos últimas justas y santas".

¿Qué habría pensado aquel extra­ordinario observador de naciones y pro­fetas, de reyes y dinastías, de esplendo­res y decadencias, sobre la guerra del Pérsico desatada a casi seis siglos de su muerte? La nobleza de su mirada sobre los mapas sucesivos de la humanidad, justo en el gozne de la gran escisión entre Oriente y Occidente, induce a pensar que colocaría a Sadam Hussein no entre los justos y los santos, sino entre los inicuos y perversos. Los ocho años de la guerra de Hussein contra Irán, los ex­tremos genocidas a que llegó en contra del hermano enemigo y de la población kurda -incluidos, desde luego, cente­nares de niños- no permiten dudas sobre el motivo básico de su conducta. Sobran, por supuesto, quienes atribu­yen al dictador iraquí los resortes más puros, pero a menos de que se conside­re al Ayatolah Jomeini como "un ene­migo de Dios y la religión" contra el cual -según Ibn Jaldún- es "lícito y es santo desatar la cólera" de los ejé­rcitos, los motivos de Hussein son sim­ples y claros: lo mueve la más desnuda voluntad de poder, el más despiadado "espíritu de agresión".

Para el Islam, como se sabe, la guerra santa es la vocación más eleva­da a la que puede aspirar un hombre ("las espadas son las llaves del paraí­so", Mahoma). Su ejercicio, sin embargo, tiene límites: "Combate en el camino de Dios a quienes te combaten -advierte el Koran- pero no trasgredas, porque Dios no ama a los trasgresores". Sa­dam Hussein trasgredió. Después de Kuwait habría caído quizá Arabia Sau­dita y, tras ella, uno a uno, los estados árabes que se hubiesen resistido a su hegemonía. El botín de petróleo y la destrucción de Israel se darían enton­ces por añadidura. Poco después, ha­biendo ganado el tiempo necesario para restablecer su poderío atómico des­truido por Israel en 1981, Hussein hu­biese estrenado un nuevo juguete: el botoncito rojo apuntando a las "satáni­cas" capitales de Occidente. Frente al primer eslabón de esta cadena que pre­figuraba una innegable amenaza, una altísima proporción de la comunidad internacional terminó por sancionar la acción militar. A pesar del latente pol­vorín de su propia población islámica, el líder soviético Mijail Gorbachov no dudó en responsabilizar a Hussein de la guerra. Aun países tradicionalmente pacifistas como Suecia, no sólo apoya­ron la resolución condenatoria sino que ofrecieron su colaboración llegado el caso. A estas alturas, nadie podía sosla­yar la experiencia del siglo XX: del mismo modo en que Hitler no fue apaci­guado por Chamberlain, ninguna con­cesión hubiese neutralizado a Hussein.

Por más lamentable que sea, la guerra resultó inevitable. Ante estos hechos palmarios, la actitud de sectores importantes de "la opinión" en la ciudad de México ha sido lamentable. El velo ideológico distor­siona la línea editorial de varios perió­dicos que sólo ven en el conflicto la perenne responsabilidad de los Estados Unidos. Hemos llegado a tal extremo de hipocresía, simplificación y mani­queísmo, que nos cuesta trabajo disociar, matizar, distinguir fenómenos cuya especificidad es obvia para cual­quier observador de buena fe.

Mirar con los ojos abiertos los crí­menes de Hussein y condenarlos, no implica ninguna adhesión incondicional ni permanente a los gringos, ni supone cerrar los ojos a las innumerables ins­tancias históricas -Panamá es la más reciente- en las que los Estados Uni­dos han burlado la legalidad internacio­nal que ahora defienden. Pero recordar esos casos no debe­ría bloquear la consideración específi­ca de los momentos en que la acción norteamericana ha contribuido a la paz global y la libertad. Las dos guerras mundiales y la actual en el Pérsico per­tenecen a ese género.

Frente a los cambios copernica­nos de fin de siglo, buena parte de la prensa que leen los universitarios de México ha renunciado a pensar: le bas­ta condenar u homenajear, le basta de­cretar quiénes son de antemano los buenos y los malos. El tedio y la previ­sibilidad se han vuelto el pan nuestro de cada día: todo lo que intenten los norteamericanos es reprobable, todo lo que se les opone es encomiable. De este lado -mezclados en una amalgama sa­tánica, satanizable- están los norteamericanos, los empresarios, el merca­do, la propiedad privada, la libertad económica, el liberalismo, el neolibera­lismo... el vasto tropel de "la derecha" enemiga de la nación, la soberanía y las "mejores causas populares". Del otro lado, en la ribera inma­culada de la historia, libre de toda res­ponsabilidad sobre los crímenes de sis­temas e ideologías que hasta hace poco apoyaban, abanderada exclusiva y ex­cluyente de los condenados de la tierra, Mesías de sí misma... "la izquierda".

El que los representantes de la Glasnost que pugnan por una apertura hacia la economía del mercado repre­senten la izquierda -sin comillas- en la Unión Soviética actual, los tiene sin cuidado. El que los partidarios de la es­tatización económica converjan con la KGB en la derecha -sin comillas- so­viética actual, les parece una confusión semántica que no les compete. Siempre caen parados: no parten de la realidad ni les interesan las ideas, parten de la doctrina y cuentan con el decidido y se­guro aplauso de sus sectas (al cliente lo que pida). Están enfermos de ideolo­gía, pero su enfermedad es una másca­ra de un malestar moral más profundo e inconfesable: el resentimiento.

La animosidad contra Israel, cada vez más presente en nuestros dia­rios citadinos, es otra prueba del adoce­namiento intelectual que nos envenena y aletarga. Cualquier noticia sobre la Intifada recibe un tratamiento destaca­do que contrasta, para poner un solo ejemplo, con el silencio que rodeó el asesinato de decenas de miles de pales­tinos ordenado por el rey Hussein de Jordania a principio de los setentas. La doble moral se ha vuelto característica de nuestra prensa en éste y otros te­mas. En el caso particular de la guerra del Pérsico, ningún diario de consumo universitario consideró siquiera elogiar el inusitado autocontrol israelí tras el ataque de Iraq. Israel encabeza la lista de los malos y eso basta. El que una gran proporción del electorado israelí o de la población judía mundial haya fa­vorecido desde hace años la solución del problema palestino; el que un judío pueda defender enfáticamente el dere­cho palestino a la plena existencia na­cional y deplore, al mismo tiempo y sin contradicción, las tácticas terroristas o la actitud de Hussein, es una sutileza que escapa a su comprensión. Pues ¿qué no los malos son malos, y los bue­nos buenos? Para colmo, en la actitud contra Israel, se percibe un tema de fondo que muchos creíamos liquidado tras el Holocausto: me refiero al antisemitismo, prejuicio ajeno a un pueblo como el mexicano, formado en nociones profundas de igualdad natural, respetuoso de la diversidad, tolerante al extremo de haberse constituido siem­pre en puerto de abrigo para el perseguido de otras tierras.

No sólo la prensa ha demostrado una vez más su tendencia al sesgo doc­trinario y las verdades a medias: también el gobierno. Hay áreas decisivas, -como la política económica, la lucha contra el narcotráfico o los cacicazgos sindicales, entre varias otras- en las que el régimen ha actuado con un apego valeroso y coherente a la verdad. Hay otras, como la política electoral, en las que somos casi un hazmerreír del mundo. Ahora nuestra actitud internacional, que parecía haberse liberado de la demagogia, ha entrado en una zona gris. Frente al conflicto en el Pérsico la actitud oficial ha sido innecesariamente tibia, innecesariamente vaga. ¿En qué hubiese afectado al Presidente Salinas de Gortari una condena franca a Hussein basada en los principios claves que han regido nuestra política exterior?

Por fortuna, en la era de las comunicaciones globales México ha deja­do de ser una isla. Varias cadenas internacionales y publicaciones extranje­ras, ciertos estupendos (y heroicos) co­rresponsales mexicanos en el lugar de los hechos y buena parte de la radio nacional son fuentes vertiginosas de información que desmienten las vague­dades oficiales o las distorsiones doctri­narias. Las noticias se abren paso en la selva de la ideología. Los adictos a la mentira seguirán consumiendo el opio escrito que renueva su resentimiento. Quienes buscan por su cuenta la ver­dad, aprecian ahora mismo la comple­jidad en la guerra del Golfo Pérsico. Sospechan que a pesar de la contunden­cia inicial en los ataques aliados, el de­senlace del conflicto es un misterio. Ponderan los "escenarios" más extre­mos: desde la pronta rendición de Iraq, la aprensión de Hussein y la desbanda­da de sus tropas, hasta la más costosa, salvaje y extenuante guerra en el de­sierto. Piensan que el temido ingreso de Israel al conflicto podría precipitar los desarrollos más opuestos: del súbito aniquilamiento del poder iraquí a la in­surgencia islámica en toda la zona, incluida la Unión Soviética, cuyos halco­nes, en ese caso, podrían verse tenta­dos a revertir el deshielo con Occidente. Con todo, a pesar del "humo de la guerra" que según Clausewitz enturbia la mirada, el lector informado conclui­rá que la guerra durará tal vez sema­nas, no meses o años. Que su costo en vidas humanas será, por desgracia alto. Que Kuwait volverá a su estadio anterior. Que un nuevo régimen más moderado se instaurará en Iraq. Y que el mundo no volverá a ser el mismo. No debería ser el mismo.

En 1967, tras la victoria de la guerra de los seis días, Israel perdió una oportunidad de oro para sentar un precedente moral a la altura de la historia del pueblo judío: regresar unilateralmente los territorios ocupados. El nuevo "momento plástico" que podrá sobrevenir después de la guerra, abrirá una vez más la alternativa. Si en España los judíos y los árabes vivieron por siglos en santa paz, si en su esplendor la cultura árabe trasmitió a Europa el legado clásico que sin ella se hubiera perdido, si fue mucho ­más tolerante y receptivo con "el pueblo del libro" que sus herederos católicos en la península ibérica, no hay razón para que Israel se niegue a propiciar el cambio de fusiles por arados. No hay razón, tampoco, para que reconociendo en definitiva el derecho de Israel a fronteras seguras, los palestinos, recojan y respeten, en su momento, una oferta que ahora nos parece impo­sible. El recuerdo de Anuar Sadat demuestra que ante un acto histórico de proporciones religiosas, los árabes suelen -en palabras de Ibn Jaldún- "desvanecer su temperamento altivo y áspero: de todos los pueblos, son los más prestos a guiarse de modo sencillo y natural por el buen camino". La era me­siánica no llegará ni para unos ni para otros. No es necesaria: bastará la tolerancia.

El Norte

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