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Revelaciones entre ruinas

De todos los golpes de la tierra, ninguno más traicionero que el terremoto. Las hambrunas, la peste, las epidemias suelen ser mucho más devastadoras en términos de vidas humanas, pero emiten señales de alarma y pueden prevenirse con la voluntad y la ciencia. Los terremotos, en cambio, se agazapan aún más que las erupciones volcánicas o las inundaciones. Su misma infrecuencia hace que la gente los olvide o los vea como un accidente remoto, ajeno. Cuando llegan, su golpe es sorpresivo y certero como un hachazo, como un macabro juego de la naturaleza que así recuerda al hombre su condición caída. Con todo, comparada con las máquinas humanas de destrucción, la naturaleza es una madre piadosa.

En el terremoto del 19 de septiembre estos rasgos adop­taron formas lacerantes, El hachazo hirió el corazón de la ciudad más populosa del mundo como si con ello hubiese querido encender una luz de alarma a otras Babeles simila­res. El temblor sorprendió cruelmente a los que vivimos aquí. La ciudad de México había sido mimada por la historia bélica y natural. A pesar de que desde tiempos coloniales padeció inundaciones, epidemias y temblores, ninguno afectó sus cimientos. Su misma historia sísmica fue, ahora lo sabemos, un factor de engaño. Las vagas noticias sobre sismos devastadores en Chile, Italia, Turquía o China deja­ban en el mexicano la convicción de que su ciudad, que había resistido movimientos tan intensos como el de julio de 1957, era sólida y orgullosa como su ingeniería de suelos. Las guerras intestinas desde la Independencia vieron a la ciudad como un santuario. Durante la Revolución, la ciudad vivió "La decena trágica" en la que murieron cientos de personas; en 1915 hubo hambre y epidemias; pero la verda­dera desolación estuvo siempre afuera, en los campos.

Para muchos, la primer tragedia típicamente urbana fue la explosión de San Juanico en noviembre de 1984. En realidad, fue la primer tragedia sincrónica, porque en térmi­nos diacrónicos la propia ciudad ha sido una tragedia que avanza en silencio con su difusa cauda de marginación, contaminación, hacinamiento y violencia. Pero ya en aque­lla explosión podían leerse los signos de lo que sobrevendría exactamente diez meses más tarde: el modo en que la concentración urbana multiplica los efectos destructivos de un accidente humano o un reacomodo natural. Nadie leyó aquellos signos. Era, de cualquier modo, demasiado tarde.

El terremoto afectó severamente una parte medular de la vieja ciudad de México, su perímetro completo hacia 1930. Quizá fueron más de 10 000 muertos. Decenas de miles de personas quedaron damnificadas. Aun aquellos que tuvieron la fortuna de no perder la vida, la familia o el hogar pero que viven dentro de la zona afectada y aún fuera de ella, temen y temerán por la seguridad de sus construcciones. Los daños materiales fue­ron incalculables. Cayeron viviendas, escuelas, hospitales, centros de investigación, oficinas públicas y privadas, co­mercios y, en una proporción pequeña, industrias. Algunos servicios de primera necesidad tardarán semanas en resta­blecerse. Otros, no menos importantes, tardarán meses o años en volver a su nivel anterior.

Trece días después de la tragedia, los capitalinos no alcan­zaban todavía su momento de duelo. Mientras los equipos de rescate salvaban vidas, una nube de muerte ensombrecía todos los actos cotidianos. Nadie podía llorar en paz a los muertos porque milagrosamente varios atrapados seguían con vida. Aún entonces no faltaba el modesto consuelo de imaginar las proporciones de la tragedia si el terremoto hubiese sobrevenido no a las 7:18 de la mañana, como ocurrió, sino dos horas más tarde. Como la muerte natural, el duelo no puede anticiparse. Cuando por fin llegó, la ciudad de México no contaba siquiera, como otras culturas, con lamentaciones propias. Sólo en la rota teogonía de los aztecas después de la caída de Tenochtitlán, resonaba un eco digno de tanto dolor:

El llanto se extiende, las lágrimas gotean allí en Tlatelolco

[...] 
Gusanos pululan por calles y plazas
y las paredes están salpicadas de sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas,
y cuando las bebemos,
es como si bebiéramos agua de salitre.

Sentido de las proporciones
El milagro mayor, como siempre, fue la vida misma. Conta­ba Alberto Vásquez del Mercado -uno de los "Siete Sa­bios", oriundo de Chilpancingo, ciudad enclavada en una zona donde abundan los sismos- que nueve meses después de cada temblor de magnitud nacían muchos más niños que en tiempos normales. Las parejas hacían el amor bajo los árboles. Así como de los escombros yertos los socorristas rescataron bebés con días de nacidos, la vida comenzó a florecer y rebelarse en el instante que siguió al hachazo. La realidad estalló en pedazos. La gente vivió en unos días experiencias que en circunstancias normales tardaría años en experimentar. Personas que jamás hubieran podido verse o comunicarse, se reconocieron plenamente por primera vez. Fue un vertiginoso relámpago de maduración colectiva que de pronto iluminó zonas fundamentales de la vida mexicana. En la máxima oscuridad, la máxima luz.

La primera lección fue de geometría moral: el terremoto cambió el sentido de las proporciones. Las noticias sobre guerras, hambrunas o ciclones se leerán en México, a partir de ahora, de un modo distinto. Aunque el proceso de correc­ción se desarrolle en un nivel inconsciente, no por eso será menos efectivo. Un sector de la prensa periódica, por ejem­plo, acostumbrado a los tonos fáciles y estridentes, tendrá que moderar su voz y afinar su óptica. Los mexicanos lamentaremos nuestra incapacidad de conservar la riqueza que tuvimos cuando no éramos ricos, cuando no nos había picado la ponzoña de la súbita industrialización ni el diablo nos escrituraba los veneros de petróleo; cuando a pesar de las desigualdades el país era más homogéneo, equilibrado, humano. Pero junto a esa melancolía prevalecerá también la conciencia de que con todo lo terrible que fue el temblor y con todo lo precaria que es nuestra situación económica, el desastre en uno y otro sentido pudo ser mucho mayor. Los límites de la miseria humana, según atestigua el siglo XX, son casi infinitos. Si no se reconocen y ponderan con humil­dad y claridad nos es más difícil superarlos y más fácil convocarlos. En esta nueva noción de las proporciones, sabiduría que otros pueblos han extraído de siglos de guerras, el mexicano podrá hallar fortaleza moral y un balance veraz de sus recursos y necesidades.

Nuevo descenso de la pirámide
La palabra "descentralización" se volvió también, de pronto, uno de los mayores reclamos nacionales. Muchos mexi­canos sabían que la ciudad de México ha ejercido un im­perialismo interno sobre el resto del país, una succión unilateral de recursos a expensas de las costas, el campo, el mar, los bosques, la frontera, el subsuelo. Pero sólo has­ta ahora los límites de este proceso se manifiestan. Hemos dado cuerpo social a una vocación precolombina. Somos, a un tiempo, la pirámide y el sacrificio. A la conciencia gene­ralizada de este fenómeno, sigue el alivio de que México, la nación, no es México: la ciudad de México. Hoy, en vez de considerar como un índice de atraso que el 40% de la población habite en zonas rurales o que otra proporción importante practique una economía de subsistencia, habrá que ver la cultura campesina como un activo nacional que es preciso preservar y aumentar, entre otras formas, mediante intercambios pertinentes con el sector moderno.

El paralelo simbólico con Tenochtitlán también es apli­cable. Únicamente en el siglo XV el centro había alcanzado la imantación y densidad política, material y casi teológica de nuestra capital en el siglo XX. Después de aquel naufra­gio de las idolatrías, los españoles de la cruz o de la espada, convertidos en alarifes y albañiles, iniciaron el descenso de la pirámide en parte derruida y se esparcieron radialmente por el país, fundando sobre los antiguos pueblos indígenas nuevas ciudades, muchas de ellas con nombres mixtos. Herido el centro, recrearon otros centros. A pesar de que Cortés construyó la capital del virreinato sobre las ruinas de Tenochtitlan, la conquista, y por lo menos el primer impul­so de la Colonia, no fueron movimientos centralizadores. A una teogonía solar se opuso una acción evangelizadora, abierta y centrífuga por definición. Justo la que México necesita hoy.

Si la descentralización queda en el membrete o en la mudanza de unas cuantas dependencias gubernamentales de siglas aparatosas, el gobierno habrá perdido la gran oportunidad de relegitimación ante la sociedad. La timidez podría malograr el empleo de esa carta salvadora. A raíz del terremoto se necesitaban acciones tan drásticas -real y simbólicamente- como el propio terremoto: la salida de secretarías enteras como Pesca, Marina, Agricultura, Refor­ma Agraria; la desaparición de otras; el uso social de la Torre de Pemex, etc... Algunas de estas acciones finalmente se anunciaron. ¿Se llevarán a cabo?

Quizá la medida más efectiva será descentralizar alguna vez la educación superior. A los 18 años la separación de hijos y padres no es sólo viable sino deseable. Toda suerte de factores económicos, sociales y caracterológicos podrían aducirse, por ejemplo, para que la Universidad Nacional Autónoma de México comenzara por emular a los misione­ros del siglo XVI desplazándose hacia distintas ciudades de provincia. Sólo así llegaría a ser, cabalmente, una universi­dad nacional.

Lo fundamental, sin embargo, es entender que, para ser cabal, la descentralización no puede limitarse a un enfoque administrativo. Su verdadera naturaleza no es técnica sino política. No se trata sólo de trasladar unidades burocráticas, económicas o académicas del centro a la provincia, sino de dar peso vital a la provincia mexicana. El único camino para lograrlo es la democracia porque fortalecería de raíz la libertad regional y local. Si los estados de la república fuesen verdaderamente libres, autónomos, soberanos, se conver­tirían en focos activos de atracción, no de refugio forzado. Sin democracia la descentralización padecerá siempre un conflicto interno. Será una descentralización desde arriba: una descentralización centralizada.

Desfasamiento
Acaso la revelación mayor fue la actitud pronta, fraternal y solidaria de la ciudadanía, sin distinción de clases. De esta acción popular nacerá una saga compuesta de miles de testimonios. Cualquier acera, cualquier edificio derrumbado, cualquier albergue fue escenario de todos los registros hu­manos: piedad, compasión, ternura, esperanza, desgarra­miento... Los periódicos y los noticieros dieron cuenta de hechos de magnanimidad y heroísmo cuya proporción rebasó con mucho los actos de pillaje y abuso, que también existie­ron. Cada quien conservará en la memoria algún momento extremo, como aquella entrevista de la televisión en la que el reportero pregunta a un humilde bolero cómo se había salvado y éste señala con el dedo: aquél es mi Salvador. La cámara aborda entonces al Salvador, que se acerca al joven trabajador y lo abraza y besa repetidamente.

Frente a este despliegue de pasiones y devociones casi bíblicas, ante este nuevo "hombrearse con la muerte" más alto y más noble que muchos episodios falsamente épicos de nuestra historia, la actitud del gobierno decepcionó a una gran parte de la población. Su pecado no fue de comisión: fue de omisión. No falló tanto por lo que hizo sino por lo que no hizo o no dejó hacer. Su reacción fue lenta. Hubo, desde luego ciertas excepciones: el voluntariado, los bom­beros, el CREA, algunos cuerpos de la Marina y de otros ministerios y dependencias. Pero el ejército, por ejemplo, desmereció; los soldados parecían estar ahí para obstruir, no para ayudar. Y lo lograban. Según innumerables testimonios, pocos entre ellos colaboraron eficazmente en la compleja operación de rescate. El con­traste es aún más marcado si se piensa en la extraordinaria labor de muchas otras instituciones y cuerpos sociales: sin­dicatos, empresas, Cruz Roja, estaciones de radio y televi­sión.

En el desastre, como en la crisis, la actitud del presidente De la Madrid fue estoica. Sus mensajes fueron serenos. Recorrió muchas veces las distintas zonas de desastre y tomó medidas sensatas, como no dinamitar los edificios para que la gente pudiese recobrar a sus muertos, evitar el desalo­jo del tradicional mercado de Jamaica, y otras más. Su mayor virtud fue no perder la cabeza. Su limitación fue no arriesgar expresamente el corazón.

Algunos ministros emitieron dictámenes contradictorios, autoritarios y dejaron una impresión de desconcierto y pugna interna. Su lenguaje fue detestable: mientras la ciudad vivía uno de los dramas más intensos de su historia, las autoridades reincidían en el típico discurso tecnocrático para el que la vida humana es puramente funcional. Hubo quien llegó a reducir todo a cifras como quien "da un parte". Es cierto que la reacción populista hubiese sido aún más nociva. Un gobierno populista hubiese utilizado políti­camente la tragedia para erigirse en salvador. Pero sin cometer esas faltas, la tecnocracia pecó de insensibilidad. No se trataba de engañar, ni siquiera de ocultar la verdad -aunque algo se ocultó- sino de hablar con el calor huma­no que podía atestiguarse en cualquier calle y que ha si­do el verdadero sustento del mexicano en la adversidad. Para un pueblo naturalmente sensible como el mexicano, la insensibilidad es una falta mayor: se traduce en incomunica­ción, desesperanza, desamparo. En justicia, sin embargo, la rigidez que reveló -o confirmó- el terremoto, rebasa a las personas y los estilos. Es estructural. Atañe a la naturaleza, la dimensión, el lugar, el costo y el papel del Estado mexicano.

La lógica interna de este desfasamiento entre la sociedad y el Estado podría presagiar desenlaces dolorosos, en un caso la pasividad popular y el desánimo, en otro la represión gubernamental. Para revertir esta lógica, México no puede fincar ya su vida presente, no digamos la futura, sobre los pactos del pasado. Se necesita un nuevo pacto social que, como en Argentina, parta de la democracia. Es la democra­cia argentina la que juzga en los tribunales a su pasado inmediato; la que neutraliza paulatina y legítimamente a las burocracias; la que discurre medidas imaginativas para enfrentar la inflación; la que encuentra en la libertad políti­ca plena la única atmósfera posible para regenerar largos años de soberbia y error.

Patriotismo o nacionalismo
Un acto de rigidez rebasó a todos: la actitud del gobierno frente a la ayuda externa durante los días decisivos del desastre. En un momento inicial, nuestras embajadas retra­saron el flujo de ayuda y rescate aduciendo que México evaluaría primero los daños y necesidades. La prensa, en un principio, informó de esta actitud con extrañeza:

Una gran confusión seguía reinando en torno a las necesidades reales de auxilio externo. Mientras la posición oficial de la embajada de México continúa siendo la de esperar a evaluar los requerimientos de ayuda, el gobierno de Washington se apre­suró a enviar a México aviones cargados de equipo de demolición y detección de víctimas y organizaciones privadas continúan en masivo esfuerzo para recaudar fondos económicos. Las principales organizaciones civiles del país se han unido en un esfuerzo y esperan recaudar "varios millones de dólares" para ser enviados de inmediato a las víctimas del terremoto.

Lo que en realidad" evaluaba" la cancillería no era la necesi­dad de ayuda y rescate -incalculable desde el principio- ­sino las supuestas implicaciones políticas de aceptar la ayuda, sobre todo de Estados Unidos. Había que diluirla en la respuesta de otros países. Y así, mientras la gente de la Torre de Tlatelolco "evaluaba los requerimientos de ayu­da", los edificios de Tlatelolco se caían.

Pero no todo terminó allí. Poco después, junto a la foto de un hombre y una mujer rezando de hinojos, Excélsior publi­có esta glosa a las declaraciones de un alto funcionario:

Subrayó que la ayuda internacional resulta útil y aprovechable, ante la emergencia nacional que estamos sufriendo y que en absolutamente ningún caso el gobierno de México ha hecho peticiones a este respecto: en todos los casos ha habido una reacción eminentemente humanitaria de solidaridad con nues­tro país.

Si la glosa es correcta, "útil" y "aprovechable" son palabras justas aunque frías para referirse al heroísmo y la generosi­dad de muchos extranjeros que bucearon en los escombros. Pero la falta mayor no está en diluir verbal y políticamente la ayuda, sino en el orgullo absurdo de "no hacer peticio­nes". Una vez más, la actitud oficial mexicana frente al exterior reveló inseguridad y excesiva susceptibilidad, dis­frazadas de formalismo y tiesura. Benjamín Constant acuñó la frase perfecta para describirla: "se sacrifican personas concretas a ideas abstractas". La idea abstracta que está detrás de éste y muchos otros sacrificios concretos es el nacionalismo, actitud muy distinta y aun opuesta al patrio­tismo, según explicó George Orwell:

El nacionalismo no debe confundirse con el patriotismo [...] Por patriotismo entiendo devoción por un lugar particular o una particular forma de vida que para uno son los mejores del mundo, pero que no se pretende imponer a otras personas. El patriotismo es naturalmente defensivo, tanto en lo cultural como en lo político. El nacionalismo, en cambio, es inseparable del deseo de poder. El propósito de todo nacionalista es asegu­rar más prestigio y más poder [...] piensa siempre en términos de victorias, derrotas, triunfos y humillaciones.

En la mayor tragedia de la historia de la ciudad de México nuestras autoridades nacionalistas consideraron inapropia­do en términos de prestigio y poder el aceptar la ayuda inmediata de la comunidad internacional y en particular de los Estados Unidos. Además "absolutamente en ningún caso" hicieron peticiones. A sus ojos hubiese sido tal vez una derrota o una humillación. Pero el pueblo, devoto de sus lugares, de sus formas de vida, no sólo aceptaba la ayuda para defenderlos: la pedía, la imploraba. La distancia entre estas dos actitudes es la misma que separa el patriotismo del nacionalismo.

Eco del 68
Un acto de energía rebasó a todos: la actitud de la juventud frente a la catástrofe. Desde los primeros momentos las calles se llenaron de preparatorianos, boy scouts, universi­tarios y jóvenes de todas las clases que espontáneamente organizaron brigadas de salvamento de las víctimas y de apoyo a los damnificados. Miles de jóvenes burgueses y de condición modesta se arriesgaban entre las ruinas para lograr lo que se volvió voz común: "sacar gente". Muchos cientos de automóviles ostentando una cruz o una bandera roja cruzaron la ciudad en un hormigueo incesante. Cierto, en muchas caras se advertía un placer algo macabro pero el sentido de este socorro juvenil fue una suerte de bautizo cívico. De nuevo, una imagen las contiene a todas: en algún lugar de Tlatelolco, un muchacho de escasos quince o dieciséis años acaudilla el rescate. Lo obedecen todos: policías, militares, brigadistas. Porque sabe que la tragedia rebasa las posibilidades de esta o aquella autoridad y porque intuye la lentitud de la reacción oficial, nace un líder natural. Es el mismo fenómeno de afirmación y solidaridad del 68, pero en sentido inverso: ahora los estudiantes no gritaban: "Únete, pueblo", sino que se unían a él.

Los estudiantes desplegaron una auténtica cruzada de acopio y distribución de bienes, información y servicios. A las universidades privadas y -en menor medida- publicas llegaron agua, ropa, alimentos, mantas, medicinas, camas, juguetes, mamilas, escobas, jeringas. En sus instala­ciones se organizó de inmediato un sistema de información que cotejaba los recursos con las necesidades. Mientras en las cocinas se preparaban las comidas y en los almacenes se reservaban los productos que no era preciso distribuir de inmediato, miles de brigadistas salían a la calle -a los albergues, las colonias, las aceras, los parques, los edi­ficios en ruinas- para distribuir bienes perecederos y nece­sarios.

El 90% de la operación en todas las universidades estata­les y privadas estaba en manos de los alumnos. Hubo selección de víveres, verificación de necesidades, servicios de telecomunicación, cruce de información para evitar -a menudo inútilmente- duplicidad, envíos con recibo para dar transparencia a la operación, censo y organización in­terna en los albergues. De inmediato también se discurrie­ron los servicios más variados: desde el peritaje de edificios con ex alumnos hasta la fotografía de cadáveres para su posterior identificación.

A unos días del terremoto, es difícil predecir si durará esta floración cívica de los jóvenes. Es improbable. La solidari­dad de las personas físicas que no forman parte de una persona moral suele ser fantasmal. Se disuelven como fuegos de artificio. Alguna vez, en 1929, los abuelos o bisabuelos de estos jóvenes recorrieron el país apoyando la cruzada moral de José Vasconcelos. Los consejeros cercanos entendían que la campaña fracasaría en llevar al candidato a la Presidencia, pero insistían en que su líder debería hacer algo para que "aquello durara". Menos sabio que Calles, el caudillo Vasconcelos se negó a institucionalizar su movi­miento. Así, muchos de aquellos pasos se perdieron. Casi sesenta años más tarde, en circunstancias mucho más dramáticas, la misma actitud juvenil no cuenta con caudillos ni con instituciones. En los momentos más dramáticos fue notable una ausencia: los partidos políticos. ¿Quiénes cana­lizarán esa inmensa energía social? ¿Se disipará o hallará por sí misma maneras autónomas para ejercer la democra­cia? Su futuro es incierto, pero los pasos de auxilio que dieron a la población ya no se perderán: pasos concretos para salvar vidas concretas.

Momento plástico
Gershom Scholem, aquel gran historiador de corrientes místicas, pensaba que en la historia se presentan raros y escasos momentos en los que los hombres o los pueblos pueden cambiar, casi a voluntad, sus destinos. Los llamaba "momentos plásticos". México vive, sin duda, uno de esos momentos plásticos. No sabemos cuánto dure. La misma profundidad de la herida hace que la gente viva en los límites y por eso comprenda, de una vez y para siempre, el origen y significado real de sus problemas. Nadie ignora ya la necesidad de cambios profundos en nuestra vida interna y nuestra actitud exterior. Puertas afuera el reclamo es de madurez y patriotismo. Puertas adentro, el Estado debe limitarse, espacialmente, a través de la descentralización y, políticamente, mediante la democracia. Ahora es el mo­mento de admitir -como Deng en China- que la burocra­tización estatal es el Leviatán que nos paraliza y devora. Poco se logrará sin la libre participación social. La alianza de un liderazgo verdaderamente reformador con la sociedad, por fuera de las pirámides, es una salida. Se dirá que decirlo es fácil. Es verdad. Pero no se trata de derrumbar las pirámides sino de cercarlas, de rebasarlas, de modificarlas con legitimidad democrática, valor y audacia. La tendencia histórica desde la Revolución ha sido justamente la contra­ria. Hay que revertirla. Mientras temamos la reacción de las pirámides, viviremos presos de nuestros candados históri­cos.

Lo decisivo sería que de la sociedad movilizada nacieran nuevas configuraciones políticas que hablen el lenguaje moral de México. No tienen por qué ser necesariamente partidos. Clubes políticos, asociaciones cívicas, revistas independien­tes organizadas por jóvenes podrían ser los embriones del cambio. Las universidades deberían abrir un amplio debate en este sentido. Vincularse para ejercer una auditoría social de la reconstrucción. Quizá el Norte de México pueda leer también la plasticidad del momento y convertirse en uno de los agentes de una pacífica e inteligente democratización mexicana.

Lo ideal es que ocurriese un cambio en la mentalidad de nuestros políticos e intelectuales. Por desgracia estos líderes son los que han desplegado menos imaginación y autocrítica. Sus reflejos son autoritarios; sus esquemas, adocenados y piramidales. Como en la España de la Contrarreforma, tie­nen horror al cambio. Pero el cambio y la necesidad del cambio están allí, frente a nosotros, en las ruinas causadas por la acción conjunta de la fatalidad natural y el error humano. La vida renace. En las paredes de un edificio semiderruido unos muchachos juegan frontón. La gente recoge, poco a poco, sus pedazos esparcidos de realidad. Sin un proyecto activo que los exprese volverán a su aislamien­to, retraídos a su vida más íntima -la familia, la religión, los ciclos del calendario y el trabajo- diluyendo impercep­tiblemente su fe en la comunidad que llamamos México. Si esto ocurre, volverán a oírse los cantos tristes del pueblo mexica:

Llorad, amigos míos,
tened entendido que con estos hechos
hemos perdido la nación mexicana.

Vuelta, núm. 108

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01 noviembre 1985