Por mi raza hablará la huelga

No se ha escrito la historia de los movimientos estudiantiles en México. Podría tal vez remontarse a las algazaras de la época virreinal pero en realidad comenzó a fines de 1884, cuando estudiantes de toda la República protestaron contra el arreglo de la deuda inglesa -el famoso Convenio Noetzlin- que no sin razón consideraban oneroso y antipatriótico. El Monitor Republicano, órgano del crepuscular pensamiento liberal, consideraba que el país debía a sus estudiantes "la resurrección política". La insurgencia duró poco pero sentó precedente: a partir de entonces, decenio tras decenio, los alborotos estudiantiles se han ido produciendo con rigurosa puntualidad.

El recuento es impresionante. En 1892, en tiempos preelectorales, se manifestaron en contra del proyecto de reelección indefinida de Porfirio Díaz. Hubo marchas en las calles, reparto de propaganda, organización de clubes, apelaciones a la solidaridad de la clase obrera, tensiones con las autoridades académicas, enfrentamientos con estudiantes gobiernistas y choques con la policía. Los rebeldes tenían un órgano irreverente que los representaba: El Hijo del Ahuizote. A principio de siglo, algunos se adhirieron a los ensayos anarquistas de los Flores Magón. En 1911 recorrieron las calles para defender las ideas antiimperialistas del escritor argentino Manuel Ugarte, de visita en México, y atacar al joven abogado que fustigaba a Ugarte: José Vasconcelos. En 1912 pusieron de cabeza a la Escuela Nacional de Jurisprudencia y fundaron la Escuela Libre de Derecho. Entre 1917 y 1919 pugnaron por la autonomía universitaria, que se alcanzaría una generación más tarde, en 1929, por obra de los batallones democráticos del vasconcelismo. En 1934 apoyaron al rector Manuel Gómez Morín contra el embate del gobierno que pretendía matar a la universidad por la vía de la inanición. En 1944 -desde una plataforma ideológica de izquierda que a partir de entonces sería predominante-, indujeron la renuncia del rector Brito Foucher. En 1949 fueron a un paro nacional en reacción al asesinato de un estudiante en la Universidad de Morelia. En el segundo lustro de los cincuenta se levantaron en el Politécnico contra las cuotas de los transportes y más tarde apoyaron a los sindicatos insurgentes: petroleros, maestros, telefonistas y ferrocarrileros.

"Que vivan los estudiantes porque son la levadura, del pan que saldrá del horno con toda su sabrosura". La canción nos hacía sentir protagonistas de la Historia. En los sesenta, los jóvenes hicieron -hicimos- de la protesta una cultura. No había más ruta que la nuestra, la "contestataria", y más enemigo que el Establishment. Sobrevino el 68 y Tlatelolco. En los setenta, esta actitud generacional tuvo derivaciones trágicas -el Jueves de Corpus, la guerrilla-, convergencias político-sindicales como las que resultaron del movimiento de 1977, y no pocos momentos de patético fanatismo. Los ochenta tuvieron una doble cara: por un lado vieron el conmovedor bautizo cívico de los jóvenes en el terremoto de 1985, y por otro el ascenso de un nuevo populismo estudiantil cuyas banderas vuelven a ondear en el movimiento actual, el último del siglo XX, especie de fiesta postmoderna en la que se mezclan agravios sociales acumulados y propósitos legítimos de participación, con desplantes de una marcada irresponsabilidad cívica y existencial.

Las autoridades debieron tomar en cuenta esta larga historia y actuar con suprema cautela. Más allá de la justificación académica y financiera -para mí indudable- de la propuesta del rector, es claro que el doctor Barnés y el gobierno leyeron mal el calendario político y menospreciaron la siempre combustible materia estudiantil. Faltó instrumentar y "vender" el proyecto. Por lo demás, no parece sensato promover una reforma de esa naturaleza en estos tiempos preelectorales. Era obvio que la Universidad iba a ser una vez más teatro de provocaciones e instrumento partidario.

Pero más triste aún es la comparación de este movimiento con sus antecesores. Nadie podrá sostener que a los huelguistas de hoy se debe la "resurrección política" de México. Por el contrario: sus prácticas políticas han sido una regresión al imperio de la agresividad, la demagogia y la intolerancia. Hasta los años sesenta, los estudiantes buscaban un ideal político nacional e hicieron contribuciones decisivas al progreso democrático. A partir de los setenta y más acusadamente en 1987, en parte por efecto del cambio de escala demográfica y la crisis económica, los movimientos tomaron un extraño sesgo gremial o de casta: defender a la "clase universitaria", pero no -como sería legítimo- sobre la base de su misión y competencia académica sino de su edad biológica, y erigir al estudiante de la UNAM en becario vitalicio de la nación. "Por mi raza hablará la huelga", proclamaba hace unos días una manta en las afueras de la UNAM. Vasconcelos se moriría de nuevo ante esa cruel distorsión de su lema en otro que recuerda el "viva la muerte" condenado por Unamuno en el recinto universitario de Salamanca.

En 1987 Gabriel Zaid escribió el artículo "UNAMegalomanía" (recogido en De los libros al poder, Océano, 1998) donde apuntaba el narcisismo de esa ciudad-estado que por razones mitológicas se siente -sin serlo ya, ni de manera remota- el corazón de la vida nacional. Premonitoriamente advertía que si la UNAM entrara en una huelga prolongada no pasaría gran cosa con la marcha del país, y sugería dos medidas de realismo radical: desincorporar a los institutos sacándolos del campus e incluso enviándolos a provincia, y entregar a la universidad a las huestes del populismo improductivo y becario, es decir, perder lo perdido. Este último proceso ha estado ocurriendo ya, inevitablemente. Lo aprovechan algunos sectores del PRD quienes no han tenido empacho en azuzar el populismo universitario con vistas al 2000: los estudiantes como plataforma social de una "revolución suave", una especie de neozapatismo citadino que no se prepara para la vida sino para la utopía, que no construye sino que protesta, reclama, manifiesta, festeja y huelga.

En estas circunstancias, tal vez lo único sensato es dar marcha atrás en el punto de las cuotas en espera del marco político nuevo que el país se dará a si mismo en el alba del próximo sexenio-siglo-milenio. Entonces las revoluciones -suaves o duras- deberán pasar a la historia junto con el siglo que las veneró. Las reemplazará la democracia y el respeto a la ley. Con todo, el repliegue no debe ser completo: si la UNAM, en efecto, gravita mucho menos en la vida nacional de lo que los huelguistas imaginan, las autoridades y los estudiantes responsables deben oponerse a las peticiones de laxitud, falso espíritu autogestionario y politización militante cuya instauración convertiría a la UNAM, definitivamente, en un centro vacacional para adolescentes fósiles.

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