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La democracia restaurada

El año es 1911. Por primera vez, en casi medio siglo, México estrenaba, con júbilo y esperanza, un régimen democrático. Una revolución breve y casi incruenta había enviado al exilio en París al viejo dictador que desde 1876 era el monarca absoluto de México: Porfirio Díaz. El caudillo que encabezó el movimiento, el rico empresario Francisco I. Madero, era conocido como "el apóstol de la democracia". A su llegada a la ciudad de México la tierra tembló. Poco después, Madero refrendó ampliamente su triunfo en las urnas. Su promesa fue establecer un régimen apegado estrictamente a la letra de la Constitución: división de poderes, plenas libertades cívicas, elecciones limpias.

El año es 1997. Ochenta y seis años más tarde México estrena, con esperanza y júbilo, un régimen democrático. La historia parece repetirse. El país ha vivido tiempos de violencia y zozobra: revueltas indígenas, brotes guerrilleros, asesinatos políticos, inseguridad en las calles, escándalos de corrupción y drogas, una severa crisis económica. Mientras el volcán Popocatépetl ha arrojado nubes de cenizas, el pueblo mexicano se ha manifestado en las elecciones más limpias y ordenadas desde tiempos de Madero. El ganador y próximo jefe de gobierno en la ciudad de México es Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del Presidente más reverenciado en la historia contemporánea del país. El PAN, partido de centro derecha que desde 1939 ha luchado tenazmente por la democracia, aunó dos gubernaturas a las cuatro que ya tenía y ahora gobernará a casi el 50 por ciento de la población. El PRI no se ha exiliado en París, pero para sorpresa de propios y extraños, en la Cámara de Diputados ha perdido la mayoría que tuvo siempre desde su fundación en 1929.

¿Se repetirá el ciclo perverso de la historia mexicana? Largos periodos de régimen estable pero autoritario, fugazmente desplazados por periodos democráticos que no se sostienen sino que estallan en sangrientas guerras civiles encabezadas por caudillos que luchan y se matan entre sí hasta que surge el hombre fuerte que disciplina a los que quedan y reconstruye el régimen sobre pautas cada vez más rígidas. El sistema que ha gobernado México desde los años veinte fue un vasto mecanismo de dominación que superó al de Porfirio Díaz porque subordinó políticamente a casi toda la sociedad a través de las más variadas técnicas: desde el patronazgo y la corrupción hasta la violencia. En palabras del escritor peruano Mario Vargas Llosa, fue "la dictadura perfecta", porque simulaba tan bien sus formas democráticas que nadie la veía como lo que en verdad era: una monarquía absoluta con ropajes republicanos.

Madero mantuvo su promesa: el Poder Legislativo fue independiente, la prensa fue libre, las elecciones limpias. Pero su ensayo democrático terminó en un desastre. La mayoría opositora en las Cámaras bloqueó sistemáticamente sus iniciativas y le impidió gobernar. La prensa y los intelectuales desataron contra él una campaña de desprestigio, proyectando la imagen de un débil lunático y soñador que carecía de fuerza. El resultado previsible fue el golpe de Estado militar, llevado a cabo con la activa participación del embajador de Estados Unidos. Madero murió asesinado en 1913, abriendo paso a una revolución que duró 10 años y costó un millón de muertos.

Este no será, con toda seguridad, el desenlace actual, no sólo por el carácter plenamente institucional del Ejército mexicano que no incurriría en el error y el anacronismo de buscar el poder sino por tres factores esenciales: el mundo ha cambiado, México ha cambiado, y la relación de México con el mundo ha cambiado también. El siglo XX ha terminado por adoptar el paradigma democrático purgándose a sí mismo de su fe en el Estado como agente principal del cambio histórico. México, sencillamente, se ha puesto al día. Puertas adentro, el proceso ha llevado décadas. Poco a poco, los agentes de la vida democrática han tomado en serio su papel: la prensa y los medios, tradicionalmente supeditados al gobierno, han destapado la cloaca de la corrupción en el sistema y ahora hacen uso de una libertad que ya no podrá quitárseles porque hay un vasto público que la sustenta. El país se ha llenado de organizaciones cívicas que promueven y vigilan los procesos democráticos. En el mapa de México, que todavía en 1988 era completamente priísta, aparecen varios gobiernos locales y estatales de oposición. Pero faltaba la prueba de fuego: la elección en esa ciudad-Estado que es la ciudad de México y las elecciones para la Cámara de Diputados. En ambas triunfó la oposición, dando sustancia a un sistema multipartidista. Un nuevo organismo ciudadano y autónomo ha manejado ejemplarmente las elecciones dando resultados creíbles e inmediatos. Los ganadores mostraron nobleza, los perdedores, humildad. En este cambio, la apertura económica ha favorecido a la política porque ha restado poder e influencia al viejo aparato estatal. Y a diferencia de lo que ocurrió con Madero, en su última visita a México el presidente Clinton habló con la oposición, señal clara de que los Estados Unidos querían un socio comercial democrático, no una "dictadura perfecta".

Las tareas que esperan al presidente Zedillo son infinitamente más complejas que las de Madero. Por momentos enfrentará una Cámara difícil pero no hostil: hay señales de que el equilibrio de poderes no se traducirá en un bloqueo sino en una vigilancia responsable de las iniciativas, actos y presupuestos del Ejecutivo. Habrá alianzas alrededor de casos, no oposiciones sistemáticas. Además, Zedillo no es Madero: su activo papel como propulsor del cambio y las claras señales de recuperación económica le han dado una fuerza y una credibilidad que, traducidas en un clima de confianza (reflejado ya en el boom sin precedentes de la bolsa), le ayudarán a consolidar su proyecto económico y propiciar la reforma del PRI -que a semejanza de los partidos de Europa del Este puede refundarse como un partido democrático. Pero la diferencia esencial entre 1911 y 1997 está en los propios mexicanos: México en 1911 tenía 15 millones de habitantes, la inmensa mayoría pobres, casi todos analfabetos y alejados de la noción misma de democracia. Ahora tiene 90, muchos de ellos pobres, pero ya no analfabetos ni apartados de la vida pública. Han entendido que su voto cuenta, por eso hicieron cola para elegir a sus gobernantes y representantes en todo el país. Fueron ellos los verdaderos ganadores en las históricas elecciones del pasado 6 de julio.

Reforma

*Este texto se publicó también en la revista Time

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