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¡Viva la discrepancia!

Javier Barros Sierra encarnó una figura inusual en nuestra historia: fue un líder cívico. No tenía poder político: tenía autoridad moral. Convocaba el respeto por su sobresaliente trayectoria profesional, su clara inteligencia y, sobre todo, por su valentía. Lo vi por primera vez el 1 de agosto de 1968, en la legendaria marcha por Insurgentes, cuando encabezó a un amplio contingente de universitarios para protestar por el allanamiento de la preparatoria. Tiempo después lo traté en el Consejo Universitario. "En la medida que sepamos demostrar que podemos actuar con energía, pero siempre dentro del margen de la Ley -declaró el rector-, afianzaremos no sólo la autonomía y las libertades de nuestra Máxima Casa de Estudios Superiores, sino que contribuiremos fundamentalmente a las causas libertarias de México". Ese fue justamente su legado: ensanchó nuestras libertades.

Barros Sierra moriría poco tiempo después, en agosto de 1971, a la edad de 56 años. El pasado 25 de febrero se conmemoró el centenario de su natalicio. En estos tiempos de desorientación política y moral, consuela recordarlo.

Hijo de don José Barros Olmedo y doña María de Jesús Sierra Mayora, Javier Barros Sierra tenía el aire y elegancia de don Justo, su ilustre abuelo: alto, de noble y gran cabeza, uno percibía de inmediato al humanista detrás del ingeniero. Había estudiado en la Secundaria 3, en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Escuela Nacional de Ingeniería, en Minería. No solo fue ingeniero civil, sino Maestro en Ciencias Matemáticas. Perteneció a un grupo destacadísimo de jóvenes matemáticos (Carlos Graef Fernández, Alberto Barajas) cuyas investigaciones alcanzaron reconocimiento internacional.

La trayectoria de Barros Sierra -similar a la de otros profesionistas de la época, y muy distinta a las pautas actuales- fue de la academia a la iniciativa privada, y de ahí -ya consolidado un honrado patrimonio personal- al servicio público, que Barros Sierra concebía como "una entrega sacrificial a la Patria". Riguroso, preciso, irónico, impartió Cálculo Diferencial e Integral en la Facultad de Ciencias (materia de la cual escribió un libro). Al inicio del período alemanista cambió de casaca y fundó (junto con Bernardo Quintana y Fernando Hiriart, entre otros) la famosa empresa ICA (Ingenieros Civiles Asociados). Su labor se concentró en el diseño estructural. Literalmente, "puso manos a la obra" en la construcción de buena parte de Ciudad Universitaria: las facultades de Ciencias, Filosofía y Letras, las escuelas de Veterinaria, Odontología, los laboratorios de Ciencias Químicas, la mitad poniente del estadio de CU. No menos notable fue su trabajo en ECSA (Estructuras y Cimentaciones) fundada en 1953, donde llevó a cabo obras que aún se sostienen: mercados, edificios, hoteles, colectores.

Tras una estancia fugaz en la dirección de la Facultad de Ingeniería, Barros Sierra se incorporó al gabinete de López Mateos, donde fue secretario de Obras Públicas. En 1966, fue nombrado rector de la UNAM. Su confrontación con Díaz Ordaz y su gallarda defensa de la Universidad han opacado la apreciación cabal de su gestión, coronada por frutos tangibles y el discreto cumplimiento de su responsabilidad: los vínculos entre las ciencias y las humanidades, la Comisión de Nuevos Métodos de Enseñanza, la orientación formativa (no solo informativa) en la educación, el nombramiento de Eduardo Mata al frente de la OFUNAM (Barros Sierra, como muchos ingenieros, era un gran melómano).

En el círculo familiar de Barros Sierra escuché esta anécdota. Siendo ministro de Obras Públicas, coincidió con el secretario de Gobernación Díaz Ordaz. Una puerta se abrió. Díaz Ordaz, que era cáustico malhumorado, quiso darle el paso: "Primero los sabios". A lo cual Barros Sierra, humorista festivo, replicó: "De ninguna manera: primero los resabios".

Un día cometí la inocentada de tomar la palabra para objetar un tema a destiempo. El rector, sonriendo, me interrumpió: "Sobre el punto anterior, señor Consejero, no hay nada que discutir porque ya está votado. Le ruego tomar asiento". Se soltó la carcajada general. Al final, me dio una palmada de consuelo en el hombro.

Lo enterramos una mañana en el Panteón Jardín. Vendrían años de demagogia, despilfarro, prepotencia y corrupción. Es una lástima que se haya ido tan pronto. Su voz habría vuelto a resonar, como al final de su rectorado, cuando rubricó su obra con una frase: "¡Viva la discrepancia!".

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