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Cara y cruz de la ciudad de México

¿Qué clase de espacio, de engendro, de prodigio es la ciudad de México? Como en las antiguas mitologías indígenas, parece la corporización urbana de la dualidad, el cielo y el infierno en un palmo de terreno milenario: los sacrificios a Huitzilopochtli y el mito de Quetzalcóatl, Pedro de Alvarado y Pedro de Gante, la Santa Inquisición y las iglesias barrocas, la piqueta de la Reforma y el Congreso de 1856, la Decena Trágica y la democracia maderista, los asesinatos de vasconcelistas y la Secretaría de Educación, la persecución religiosa y la Expropiación Petrolera, la masacre del 68 y la solidaridad tras el terremoto del 85, la contaminación ambiental y el ascenso de la democracia, la delincuencia generalizada y el renacimiento del Centro Histórico, las violaciones en microbuses y los conciertos en Bellas Artes. Se dirá que cualquier ciudad del mundo tiene claroscuros, pero quizá en pocas sean tan marcados como en la nuestra.

Todos nos quejamos con razón de la ciudad de México. Para quienes la conocimos cuando era "la región más transparente del aire", es muy doloroso comprobar su deterioro. Las historias de inseguridad que atiborran la prensa diaria, los noticieros radiofónicos y la televisión son absolutamente dantescas. Transitar por cualquier calle a cualquier hora es una ruleta rusa en la que el capitalino se juega el patrimonio, la dignidad o la vida. En la remota y casi provinciana ciudad de los cincuenta -la del férreo regente Uruchurtu- había menesterosos y Marías en las calles, pero no en todas las calles y a todas horas. No había niños lanzafuegos, ni limpiaparabrisas, ni jóvenes drogados tirados en cualquier zaguán, ni vastos muladares, y aun la delincuencia tenía su demarcación, sus nomenclaturas y hasta sus santos patronos. Entonces se hacían películas sobre policías de tránsito protagonizadas por Pedro Infante, los gendarmes recibían regalos en su día, y los chistes sobre policías convertidos en "rateros" eran eso, chistes, exageraciones de la realidad. Ahora el problema central que no se ha querido enfrentar a fondo es la reforma de la policía. Nos acostumbramos de alguna manera a la selva cotidiana de pobreza, degradación, a la impunidad y violencia, pero nuestra costumbre es una vergonzosa dimisión y, en el caso de los millones de compatriotas pobres, una muestra más de estoicismo y sentido de la fatalidad. Mientras México (y, para comenzar, la ciudad de México) no sea un país en que se respeten las leyes, todas las "reformas estructurales" serán parciales, porque dejarán intocada la estructura más sólida, la de la impunidad.

Y sin embargo, igual que en los días de libertad en el 68 o en la gesta solidaria que siguió al terremoto del 85, por extraño o milagroso que parezca, hay otra ciudad. Es, por ejemplo, la ciudad de los domingos en Chapultepec. Lo que se ve ahora, como hace cincuenta años, como en el virreinal Paseo de la Alameda, son familias itinerantes. Esa ciudad es también nuestra ciudad. Ciudad de juego, de tianguis, de ajetreo, de ocio y negocio, ciudad diurna y nocturna, con sus teatros, salones de baile, festejos, paseos y jardines que son el tema de un libro notable sobre "Los espacios públicos de la ciudad en el siglo XVIII y XIX", editado recientemente por Carlos Aguirre Anaya, Marcela Dávalos y María Amparo Ros, bajo el sello del Instituto de Cultura de la Ciudad de México y la Casa Juan Pablos. Esa ciudad, en la que los barrios antiquísimos festejan aún a sus santos patronos con música, cohetes, ferias, arcos triunfales y procesiones, es todavía, milagrosamente, nuestra ciudad. En septiembre siguen ondeando las banderitas mexicanas, mañana la ciudad se iluminará y dará el Grito, como en las Fiestas de Centenario, y el 16 presenciará el desfile militar. Contra todos los pronósticos, a pesar de todos los desastres, la ciudad sobrevive y se renueva.

Hace unas semanas, asistí a un acto en el antiguo Colegio de San Ildefonso. Recorrí emocionado, como la primera vez, los murales de Orozco; entré sigilosamente al "Salón del Generalito", donde ocurrieron tantos episodios de la cultura mexicana, como la fundación del Ateneo de la Juventud o las honras fúnebres a Justo Sierra -cuando Madero lloró-. Eran las diez de la noche y, junto con mi amigo Fausto Zerón-Medina, caminé por la calle de Guatemala. No podía creer la sensación de tranquilidad, seguridad y recogimiento. Mientras oíamos nuestros pasos, creíamos escuchar también el rumor de Tenochtitlan y las campanadas de la capital de Nueva España. Por un momento pensé que nos encontraríamos al espectro de Guillermo Prieto. La tenue luz resaltaba la nobleza de los edificios, que apenas hace un par de años estaban en ruinas y que ahora, gracias al compromiso de varios mexicanos del sector público y privado, vuelven poco a poco a tener vida. Casi a la medianoche guié a Fausto a la esquina de Jesús María y Soledad, donde mi familia materna se estableció en los años treinta. Ni un alma caminaba por esas calles oscuras, pero era penoso el contraste con la parte ya reconstruida del Centro Histórico: los ambulantes la han convertido en un paraíso de las ratas, un gigantesco basural. Salimos del Centro, como era de esperarse, con una sensación de esperanza y decepción. Una fuerza implacable nos jala para abajo, hacia la derrota, el deterioro, la destrucción. Es el trabajo acumulado del tiempo, pero del tiempo malgastado en errores, atropellos, despilfarros y crímenes. Pero otra fuerza nos mueve a recomenzar, a recuperar y reconstruir. ¿Cuál de las fuerzas ganará la partida? Hace más de medio siglo, en un poema sobre la Navidad en el Valle de México, Carlos Pellicer se hizo la misma pregunta, tocando las fibras más íntimas:

¿Se caerán los adobes que apuntalé?

¡La pobreza del pueblo rica de fe!

Reforma

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